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ISSN 1989-4163

NUMERO 64 - VERANO 2015

Remembranzas (VII) - Sapos en El Pla

Joaquín Lloréns

 

Chimbera es el nombre que se da en Bilbao a la escopeta de aire comprimido. Sólo dispara un perdigón, también llamado balín, y su potencia es escasa. Al abrir el cañón se hace fuerza sobre un muelle interno, introduciendo aire comprimido que, al apretar el gatillo, es expulsado por el pequeño cañón, empujando el proyectil. El nombre bilbaíno se debe a que, por su escasa potencia, se utilizaban –hasta 1990 en que se prohibió definitivamente dicha actividad- para cazar pequeños pajaritos como el Chimbo, que es como se llama en vascuence al petirrojo.

A partir de los ocho años, la mayoría de los veranos los pasaba en El mas des tretse pins , la finca de Jijona que compró mi bisabuelo y que acabó heredando mi padre, acompañado de mi amigo Gonzalo. Pero remembro uno en especial en el que me encontraba sin la compañía de mi inseparable compañero y no tenía con quién jugar y entretenerme. Ese año, Eduardo, marido de mi prima María Ángeles, que trabajaba en una empresa que le tenía todas las semanas viajando en coche de aquí para allí, se quedó dormido una noche al volante y acabó estrellándose contra un árbol. Como primera consecuencia de ello, una de las piernas se le rompió por varios sitios y se vio recluido en una cama durante varios meses. La segunda consecuencia es que decidió cambiar de trabajo por otro que no le obligara a realizar cientos de kilómetros por carretera cada semana. Al menos, en eso salió ganando.

Uno de los días de aquel agosto, no teniendo nada que hacer –el campo en soledad bajo un sol de justicia no tiene muchos alicientes para un niño-, mi padre me llevó a El Pla , una finca que dos de mis tías habían heredado de su padre Marcos. El Pla estaba situado entre nuestra finca y Jijona, a unos cuatro kilómetros del pueblo y es –sigue allí– una casa de forma cuadrada, cuya vivienda principal parecía elevarse unos dos metros sobre el terreno y con una balsa de agua de veintitrés por veintitrés metros de superficie y más de dos metros de profundidad, justo delante de ella. En realidad, debajo de la casa principal se encontraba la vivienda que ocupaban los medieros, pero esta no se veía desde la carretera.

Al llegar nos encontramos con el convaleciente Eduardo, tumbado en la cama con la pierna en alto sujeta por unos cables y con hierros que atravesaban los huesos y la escayola que le cubría desde la cadera hasta el empeine del pie. Estuvimos un rato charlando con él y mi padre continuó hacia el pueblo, dejándome allí hasta su regreso, un par de horas después. Producto de su aburrimiento forzado o por simpatía natural, Eduardo, que era un adulto, estuvo conversando conmigo haciéndome sentir muy a gusto. A mí, alumno de jesuitas, por otro lado, me agradaba llevar a la práctica aquello de “confortar a los enfermos”, así que pasé un rato muy agradable sintiendo que me trataba, no como a un niño -que lo era-, sino como a un amigo. Las horas se me pasaron muy rápidas y cuando me dispuse a marcharme, el convaleciente Eduardo me invitó a volver al día siguiente.

Y eso hice. No sólo un día, sino más de una quincena consecutiva. Mi padre me llevaba a primera hora de la tarde y me recogía para ir a cenar a la finca. Además de conversar un poco con él cada tarde, el segundo día me sugirió que podía leer algo. Me ofreció una pequeña librería donde, sobre todo, abundaban las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, de la Editorial Bruguera. Este escritor, ingeniero de profesión, que fue general en el Ejército Republicano, llegó a escribir ¡2.600 novelas del Oeste! Estaban editadas en octavilla y no solían llegar a las cien páginas. Aquel primer día me leí una entera y, a partir de entonces, cada tarde devoraba una. Los argumentos, estructura y personajes eran bastante similares, pero eran entretenidas, llenas de acción y con final feliz. Creo que fue ese período el que me aficionó para siempre a la lectura.

Algún día me bañé en la balsa, pero el agua no invitaba mucho a ello. Aunque la mayoría de los años se vaciaba en primavera y se aprovechaba para rellenarla y tenerla limpia durante unos meses, ese año no se había hecho, así que, rodeada por numerosos arbustos de romero y tomillo, algunos de los cuales llegaban hasta el borde del agua, esta estaba de un color verde oscuro que la hacían translúcida en vez de transparente. Del fondo surgían unas algas esponjosas que se elevaban más de un metro y que, al sentir su roce contra las piernas, me producían repelús. Casi todas las balsas de la zona eran más utilizadas para el riesgo de la sedienta tierra de la zona que para el esparcimiento de sus propietarios, y eso provocaba que estuvieran habitadas por numerosos sapos y alguna que otra culebra de agua, amén de zapateros, mosquitos y libélulas. Por ello, un niño urbanita como yo, tenía una evidente prevención a introducirse en aquella selva acuática. Eso sí, servía para el tercero de mis entretenimientos en aquellas tardes caniculares: la caza del sapo y de la rana. Cada vez que salías de la casa apartando una cortina metálica recubierta de plásticos cilíndricos, escuchabas los recurrentes “chof” del salto al agua de algún que otro batracio. Los de la zona tenían una parte superior de piel rugosa de colores verde y parduzco y un vientre amarillento y liso. Si te asomabas con cautela, podías estar seguro de ver alguno flotando o nadando en aquellas aguas un tanto contaminadas. Con un padre y dos hermanos cazadores, y milenios masculinos en el genoma, el instinto depredador estaba ahí, así que cuando descubrí en un rincón una chimbera, pedí permiso para usarla, el cual me fue concedido. De ese modo, en medio de la trepidante acción de la novela de Estefanía del día, cogía el arma, abría la caja de balines, me introducía uno en la boca –puro plomo contaminante–, abría la chimbera, introducía el balín y la cerraba. Con cautela de guerrilla, salía al pequeño balcón sobre la piscina y observaba. Si había sido lo suficientemente silencioso, encontraba algún sapo distraído flotando o nadando braza sobre el agua. Apuntaba alineando el alza con la mira aguantando la respiración y con la seriedad de un francotirador, y “puf”, el balín salía disparado diez o quince metros. No siempre acertaba, pero sí de tanto en cuando. Si fallaba, el batracio se sumergía de inmediato y permanecía escondido bajo aquellas inquietantes algas. Si el disparo había sido afortunado, y no sé por qué extraña ley física, el cadáver se quedaba flotando siempre con las patas estiradas a medias y la amarillenta tripa hacia arriba. Prueba de lo poco saludable de tragar agua si te bañabas en aquella balsa aquel año era que nadie se molestaba en quitar aquellos pequeños cadáveres.

En la finca también teníamos una chimbera que, tanto Gonzalo como yo, usábamos para disparar a pequeñas dianas de cartón. Supongo que cuando se la compraron a mis hermanos mayores debía estar bien calibrada, pero cuando llegó a mis manos adolecía de una marcada desviación hacia la izquierda, lo que hacía casi imposible acertar a un pajarillo o, como sucedió en Baquio, hacer blanco en un pequeño farol, tal y como relaté en Los chicos del maíz . A pesar de alguna que otra intentona de cazar a alguna de las golondrinas que acostumbraban a posarse sobre la higuera junto al patio de la casa, nunca logramos acertar a ninguna. En el fondo me alegraba; siempre he tenido debilidad por los pequeños pájaros. Por eso, y a pesar de haber oído de lo delicioso de los pajaritos fritos, no he llegado a probarlos hasta ya mayor, y en una única ocasión. Aunque mucha gente tiene predilección por esa comida, a mí lo de comértelo entero, incluidos huesecillos y cabeza, no terminó de convencerme.

 

 

Pla

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