Remebranzas (II) - Los Chicos del Maíz
Joaquín Lloréns
Los primeros veraneos de los que tengo recuerdo consciente transcurrieron en el pueblo costero de Baquio. Mi familia veraneó durante unos años en Kresala, un edificio blanco, con dos escaleras de ladrillo visto y cinco pisos en cada mano, en primera línea de aquella playa aún no masificada y formada por arena de grano algo grueso que baña un mar embravecido. Por la noche, el bramido de las olas contra la arena nos acunaba a toda la familia, con excepción de mi padre, que no lo soportaba y dormía con tapones en las orejas las noches que pasaba en Baquio, aunque, con dicha escusa, los días laborables procuraba ahorrarse el viaje entre Bilbao y la costa y quedarse a dormir en la ciudad. Mirando al mar, entre la playa y la casa, había un jardín de hierba que se usaba poco. Por detrás, separando la casa de la carretera, otro jardín con columpios entre tarayes, que era nuestro lugar habitual de juegos vespertinos. Por la mañana, con excepción de los días de lluvia y los domingos, en que acudían numerosos bilbaínos –los despectivamente adjetivados “domingueros”-, solíamos bajar a la playa, frente a la casa, donde aún existían unas concesiones curiosas. Además de las típicas casetas de playa donde cambiarse de ropa que aún podemos contemplar en la sobrevalorada “Muerte en Venecia”, casi todos los vecinos teníamos otra que consistía en cuatro palos de madera verde de unos dos metros de alto, con cables en su parte superior, por los que, si el sol apretaba, lo cual era motivo de alborozo los pocos días que ocurría, se estiraba una tela de franjas azules y blancas que protegía a los adultos de los rayos. A los niños los rayos UVA nos preocupaba un comino y a ninguno se le ocurría ponerse crema solar; eso era cosa de chicas. Para suerte de nuestros futuros carcinomas, el tiempo solía ser nublado, cuando no lluvioso. Eso sí, los días despejados, aquella arena de grano grueso absorbía de tal modo el calor que era imposible caminar sobre ella sin abrasarse, por lo que, si se daba la circunstancia de que tuvieras que dirigirte a otra zona de la playa, no quedaba otra que llevar una toalla y, cada tres pasos, tirarla al suelo y subirse en ella, en una especie de coreografía griega tragicómica, con caras de dolor al dar saltos sobre la arena y poses de alivio estatuarias al descansar sobre la tela, pues era como pasearse sobre brasas en una noche de San Juan.
Como en todos los pueblos bañados por el mar Cantábrico, con la marea baja se gana una gran extensión de playa y durante esas horas jugábamos sobre la arena húmeda y alisada a fútbol, a las peculiares palas de playa vascas –pesadas y con pelota de tenis-, de las cuales había auténticos maestros, y a la aspirina, que era una plancha de madera redonda de un metro de diámetro y medio centímetro de grosor aproximadamente que se arrojaba horizontalmente en los lugares donde la ola dejaba a su paso una capa de agua de entre cinco y diez centímetros. Entonces, a la carrera, se tiraba la aspirina y se saltaba sobre ella. A veces uno conseguía deslizarse unos metros sobre ella, aunque la mayoría de las ocasiones se acaba en el suelo. La consistencia de la arena mojada debía de ser especial ya que, en numerosas ocasiones, al pisar la aspirina, ésta salía disparada, lanzando a su saltador hacia atrás. El chaval se quedaba un breve instante inmóvil en el aire, como en una escena de Matrix, para caer como un fardo deslavazado al húmedo suelo. A pesar de lo aparatoso de las caídas, nunca vi que nadie se partiera el cuello; ni tan siquiera un hueso roto.
En cuanto a los juegos dentro del mar, el entretenimiento solía ser coger olas a pelo, justo en el momento en que iba a estallar la ola. Su tremenda fuerza, a veces te clavaba contra la arena del fondo, revolcándote contra el suelo y consiguiendo que salieras a la superficie como si Mike Tyson te hubiera lanzado un crochet. O surcábamos las olas con las tablas de planking de aquellos años; también una plancha de madera de unos treinta centímetros por sesenta y con la punta redondeada y hacia arriba y de igual anchura que la aspirina. Aunque a los jóvenes les parecerá imposible, el surf aún no había irrumpido en nuestro país y no se conocía. Aquella playa, en especial en marea alta, es un auténtico peligro. La fuerza de la resaca es enorme y las corrientes forman una especie de “m”. En medio de la playa, a poco que te despistes, la corriente te empuja mar adentro y, tras una distancia náutica que aterroriza al más aguerrido, te devuelve a la costa en uno de los dos extremos. Los visitantes esporádicos tienden a situarse en medio de la playa y más de uno pasa apuros. De hecho, todos los años la temporada veraniega se saldaba con, al menos, un par de ahogados. Se forman unas pozas nada más introducirse en el agua, con la marea alta, de la que la resaca impide salir. Incluso mi hermano y mi primo fueron sacados del fondo por una espigada chica apenas a un par de metros de la orilla, donde ella hacía pie y, sin embargo, ellos no habían sido capaces de nadar aquella mínima distancia contra la corriente. Lo mismo le sucedió a mi novia que, buena nadadora, acudió en auxilio de una niña en marea baja y ésta casi la ahoga al agarrársela del cuello. Después era incapaz de salir y yo, haciendo pie de puntillas, la pude sacar estirando de su melena.
Otras de nuestras actividades playeras consistían en atrapar huraños carramarros en Peñas Rojas y recolectar lapas y mojojones –término local para los mejillones pequeños- que comíamos fritos con pan rallado y perejil. En nuestra incultura ecológica, nunca se nos ocurrió pensar que aquella actividad provocaría la extinción de aquellos pequeños moluscos. Menos depredadoras eran las horas que ocupábamos buscando los esmerilados trozos de cristal translucido que adquirían aquella condición por mor de la fricción que el golpeo de las olas les provocaba al arrojarlos miles de veces contra la arena de cuarzo, y que constituían una hermosa bisutería.
Mi familia ocupaba el primer piso de Kresala, vecinos de mis padrinos, de los que ya hablé en La fortuna de mi padrino . En el segundo estaban los cinco Rodríguez, con sus primos de vecinos, los Rodríguez-Sahagún, cuyo padre sería Ministro durante la UCD. En el tercero, los Luzárraga. En el cuarto, el cardiólogo Iriarte, cuyo único hijo iba a mi mismo colegio pero cuyo caprichoso carácter no invitaba a intimar con él. De los del quinto, me acuerdo de los de la otra mano, los Jaúregui, cuyo padre era médico y cuyo ejemplo profesional siguieron sus tres hijos, incluido Jon, con el que, junto con Pedro Rodríguez, formábamos un terceto inseparable. De hecho, el padre de Jon nos bautizó con el apelativo de “los superamigos” y siempre que nos veía hacía cariñosa broma con ello. Los tres teníamos el pelo claro; Jon castaño, Pedro rubio y yo, en verano, terminaba con un pelo casi albino y la cara y hombros se me cubrían de pecas. Lo curioso era que, a pesar de vivir los tres en Bilbao, cuando regresábamos a la ciudad no nos veíamos nunca. La explicación es que, además de ir a diferentes colegios, Pedro era un año mayor que yo, y Jon un año menor. Sin embargo, mientras duraba el verano éramos inseparables y, a pesar de no haberlos visto a ninguno de los dos sino en una o dos ocasiones en los cuarenta últimos años, siento una sincera alegría cada vez que hemos coincidido. Igualmente curioso era el caso de mis primos. A pesar de que los dos hermanos de mi padre que vivían en Bilbao tenían su casa, uno en la misma manzana que nosotros, y el otro a dos manzanas de distancia, sólo los veía -y eso que con uno me llevaba sólo un día y con otros dos sólo un año-, cuando todos acudíamos a Jijona en Semana Santa a visitar a nuestra abuela y cuando hicimos la primera comunión. Verdaderamente extravagante por parte de nuestros progenitores. Se ve que sus mujeres no admitían otra gallina alfa en su jardín.
Durante aquellos veraneos viví entre sueños –sucedieron mientras dormía- dos experiencias únicas.
De un lado, el delirium tremens . Kresala tenía un portero y encargado, de nombre Pedro. Era un vasco de aspecto bruto, aunque de maneras agradables. Sin embargo, por lo visto, el hombre empinaba el codo de lo lindo y una noche le dio un ataque de delirium tremens . Se ve que esa madrugada, y cual Quijote redivivo, comenzó a ver monstruos que le atacaban. Ni corto ni perezoso, decidió defenderse de ellos y, vociferando, comenzó a subir por las escaleras del edificio con una escopeta en la mano, disparando de tanto en cuando a los monstruos que su narcótico cerebro veía, y aterrorizando a los incrédulos vecinos. Aquel episodio paranoico, como no podía ser menos, acabó con una estancia en el cercano hospital psiquiátrico de Bermeo.
De otro lado, el terremoto de 1967. De este sí que tengo un pequeño recuerdo, a pesar de que también dormía plácidamente cuando se produjo. Al sentir que muebles, vasos y suelo comenzaban a moverse, todos los vecinos bajaron precipitadamente a la calle por miedo a que el edificio se viniera abajo. Y ese recuerdo guardo. En pijama y bata, en los brazos de mi padre, a pocos metros de la casa y rodeados de gente que miraba al edificio como si estuviera a punto de desplomarse, aún les veo comentando con alarma lo sucedido. Afortunadamente, su intensidad debió de ser pequeña, por lo que la cosa quedó en nada y apenas existe hemeroteca al respecto.
En aquellos tiempos mesozoicos se desconocía la sobre protección actual con los niños, que vivíamos en un estado algo asalvajados. En Kresala fui testigo de la única intoxicación que he visto por beber gasolina; a uno de los niños de mi edad. Otra de las peligrosas diversiones era saltar alto desde aquellos columpios de asiento de metal, auténtica metáfora de la ciudad de hierro. Apenas se produjo algún accidente con resultado de una buena brecha, a pesar de que el reto era saltar cada vez desde más arriba, llegando a hacerlo tan extremado que caíamos casi a la misma distancia de la barra desde la que saltábamos, pues la inercia era casi nula al hacerlo desde el punto en que la cadena estaba paralela al suelo. Tampoco se tenía tanta preocupación por el medio ambiente, así que el pequeño rio que desembocaba en la esquina izquierda de la playa, el Ondarra, arrastraba toda la porquería y contaminantes que eran arrojados a él, así que las aguas que morían en la mar eran cualquier cosa menos salubres. Fruto de ello fue el único caso de tifus del que he sido testigo. Uno de los chicos de la urbanización se bañó en el rio y pasó dos de los meses del verano en cama por culpa de aquella peligrosa enfermedad infecciosa.
En cuanto a los “superamigos”, además de los entretenimientos citados, correteábamos con las bicis por aquí y por allá, usando una carta de Fournier fija al chasís con una pinza de ropa y su otro extremo entre los radios para producir un ruido de abejorros. Aquellos paseos no tenían más consecuencias que las previsibles magulladuras por las inevitables caídas al tirarnos sin frenos por la cuesta de La casa de los franceses. Algunas tardes en que nos entraba una inexplicable euforia, nos lanzábamos corriendo por las campas, saltando los bancales. Una de esas ocasiones recuerdo que caí sobre una zarza enorme de la que salí por la propia inercia de la carrera dando una voltereta e, inexplicablemente, sin que ni una sola de las espinas me hiciera un solo rasguño. Tal fue mi maravilla que repetí el insensato salto dos veces más con idéntica invulnerabilidad ante el pasmo de mis amigos.
Pocas veces se nos ocurría realizar una trastada y, cuando la llevábamos a cabo, solía ser por pura inconsciencia infantil. Una de las pocas que ha perdurado en mi memoria la realizamos desde el balcón que rodeaba mi casa . Frente al lateral, a unos quince metros, había un edifico situado en perpendicular al nuestro. En él veraneaba Daniel Vindel, el presentador de un afamado programa concurso juvenil de entonces, Cesta y puntos. Tanto él, como su mujer Aurora, también presentadora de aquella TVE incipiente, no sé por qué, me tenían un cierto cariño, ya que conocían a nuestra familia gracias a que una prima mía había llegado con su colegio a una de las finales de aquel concurso. El portal tenía un gran cristal transparente y, sobre él, un farolillo de colores que iluminaba tenuemente sus proximidades por la noche. La única afición conocida de mi padre era la caza y, probablemente por ello, había comprado a mis hermanos mayores una chimbera, que es como se llama en el Norte a las escopetas de aire comprimido. Con apenas siete u ocho años, una tarde no se nos ocurrió otro entretenimiento que disparar con los balines a aquel pequeño farol de unos diez por quince centímetros. No recuerdo quién de nosotros consiguió por fin acertar, rompiendo con el balín un pequeño trozo del cristal. Debiéramos haber parado ahí, pero, como sucede tantas veces, no lo hicimos y, fruto de ello, otro balín dio contra el cristal grande produciendo una grieta en él. A pesar de que, de inmediato, guardamos el arma y nos dispersamos por el jardín, nuestra autoría fue descubierta. Gracias a Dios, sólo se nos hizo responsables de la rotura del farol y el pago de los daños fue escaso, con lo que el castigo no fue tan grande como nos temimos al ser pillados en la incivilizada actividad de disparar contra la propiedad ajena. Así pues, los efectos de la reprimenda se difuminaron en nuestra mente a los pocos días.
Otro ejemplo de nuestra picaresca sin malicia de la que fui único protagonista ocurrió cuando no tenía más de siete años. En Kresala compartía dormitorio con mis dos hermanos mayores. Una tarde, al abrir el armario de madera, pintado de un verde menta algo denteroso, donde guardábamos la ropa, descubrí sobre su base una brillante moneda de 50 pesetas. En aquel entonces era mucho dinero. No se me ocurrió que tenía propietario, sino que había sido puesto allí por algún genio amigable, así que decidí hacer buen uso de la moneda. Por aquel entonces me pirraban las pipas, en cuyos paquetes a veces encontrabas un caramelito amarillo redondo con un agujero en él. Si aparecía, dicho caramelito se cambiaba por un nuevo paquete de semillas tostadas de girasol. Ni corto ni perezoso, acudí a un pequeño caserío situado junto al club deportivo del pueblo, que era una mezcla de taberna y tienda de chucherías. Allí, exultante, compré 50 pesetas de paquetes de pipas. Los paquetes de pipas eran grandes y costaban pocos céntimos. El caso es que la señora que atendía me llenó ¡un saco de paquetes de pipas casi tan alto como yo! Creo que pocas veces en mi vida me he sentido tan satisfecho conmigo mismo. Llevando aquello colgado del hombro como podía, me fui directo a mi casa y me senté felizmente a comérmelas. Algo rebullía en mi mente, porque me aislé para ello en mi habitación; en soledad. Al poco, sin embargo, la muchacha que ayudaba en casa entró para guardar algo de ropa y me vio allí sentando, disfrutando como un marrano en un charco de cáscaras de pipas de girasol mientras masticaba una con delectación algo ya empachada. Como es lógico, cuando vio aquel monumental paquete, me preguntó de dónde habían salido. Ahí comenzaron mis penalidades. Para salir del paso, le conté que tenía dinero y las había comprado. Ante su inmisericorde interrogatorio, y previendo que allí se mascaba la tragedia, mentí diciendo que me lo habían dado mis padrinos, que gozaban de una buena fortuna. Dado que en aquel momento no había nadie más en casa, me llevó de la mano, junto con mi voluminoso tesoro, a la casa de mis padrinos, que estaba puerta con puerta. Allí, frente a mi padrino, se expuso mi increíble caso y, sospecho que aguantándose la risa, éste me pidió con aspecto solemne que dijera la verdad. Rojo el rostro como la grana, confesé todos los detalles de lo ocurrido y aún me sofocó más el hecho de que todos dieron por supuesto de que había hurtado el dinero a mis hermanos, uno de los cuales debía de ser el dueño de aquella enorme moneda. Confrontado con la lógica, no pude menos que aceptar la triste realidad. Se me conminó a recuperar de inmediato el dinero, cosa que yo me temía que sería imposible. Así que, como colofón de mi bochorno, y acompañado por la asistenta, hube de regresar a la tienda cargando aquel saco, que ahora parecía contener plomo, donde tuve que repetir toda la historia al borde de las lágrimas e, insospechadamente, conseguí recuperar el vil metal tras escuchar la sentencia de la tendera: “Ya me había extrañado a mí...”
Pero la más sonada de nuestras correrías sucedió en el maíz. En aquel entonces, el pueblo de Baquio se limitaba casi por completo a una hilera de casas que bordeaba varios kilómetros de la carretera, desde el frontón hasta las casas de Don Pelayo, camino de Bermeo, como si la población fuera una extraña excrecencia del asfalto. Así, a poco que uno se alejara de la carretera hacia el interior, se encontraba en medio de huertos y pastos, por donde correteábamos o donde cogíamos zarzamoras, ya en septiembre. En Kresala se daba también esa circunstancia y, justo cruzando la carretera, te hallabas en el campo o, para ser más exactos, en el cultivo de uno de los aldeanos del pueblo. Uno de los veranos, el labriego vecino había plantado allí una enorme extensión de maíz hermafrodita. Mientras nos columpiábamos cada día, a veces lo hacíamos mirando hacia nuestro edificio y a veces mirábamos en sentido opuesto, hacia aquel campo. Ya mediaba agosto y el maizal surgía alto y frondoso como un bosque de bigardos soldados con exigua melena que sobresalía por la mazorca. No sé a cuál de los “superamigos” se le ocurrió penetrar en aquella jungla verde, pero allí nos fuimos encantados. Tampoco recuerdo el motivo; es probable que nuestra intención inicial fuera hacernos con algún elote para cenarlo por la noche asada al horno, ya que son una delicia cuando el grano aún está tierno. El caso es que allí nos dirigimos y al entrar en el maizal vimos que apenas se podía andar por él debido a su frondosidad. Convertidos en nuestra imaginación en intrépidos exploradores, decidimos abrirnos un paso hacia el interior y comenzamos a tumbar los tallos de las plantas hasta abrir un corredor de medio metro de anchura. Ya en el corazón de la plantación, nos pareció una idea magnífica crear un espacio más o menos circular que nos pudiera servir como escondite secreto para nuestras reuniones, y así lo hicimos. Nos tumbamos unos momentos, satisfechos con nuestra obra, pero estábamos demasiado embriagados por el rápido éxito y convinimos en que, ¿por qué contentarnos con una salita? Lo suyo era hacernos con toda una casa secreta. ¡Qué gran idea! De inmediato nos pusimos a ello y en poco más de media hora habíamos construido una red de corredores, habitaciones, cocinas, baños y otro tipo de estancias imaginarias con un suelo ecológico de mazorcas y tallos que ocupaban una extensión como la de una mansión del elitista barrio de Neguri. Ya estábamos algo cansados y comenzábamos a estar algo aburridos del arquitectónico juego cuando, desde unas cuantas docenas de metros, escuchamos los gritos y amenazas de un hombre. Los tres “superamigos” nos miramos y, como un solo hombre, salimos huyendo en desbandada como alma que lleva el diablo mientras nos perseguía aquella voz que nos prometía torturas sin límite en su versión aldeana, mezclando el rústico euskera con los epítetos más expresivos del castellano. Nos refugiamos en la urbanización y allí nos dispersamos en una instintiva táctica de guerrilla; mas no conseguimos esquivar al iracundo labriego que, siguiéndonos a no mucha distancia con una amenazadora azada en la mano, vio donde nos refugiábamos y penetró a gritos en Kresala, consiguiendo convocar a los adultos que por allí andaban. Tras los recientes acontecimientos ocasionados por el delirium tremens de nuestro portero, la comunidad estaba un tanto alterada, así que, como un solo hombre, decidieron encontrar con rapidez a los culpables, no fuera que aquel aldeano iracundo padeciera también algún trastorno mental que acabara en descontrolada violencia. Ante la presión adulta, no nos quedó otro remedio que dar un paso adelante y reconocer que los tres habíamos sido los responsables de haber perpetrado aquella acción vandálica. ¡Y pensar que media hora antes nos había parecido tan buena idea! Nuestros progenitores hubieron de negociar con el campesino, repentinamente taimado, la indemnización por nuestros destrozos, y esa noche gozamos de una de esas reprimendas tales que forjan el carácter de los hombres de bien.