El temporizador acaba de cortar la luz con un claqueteo mecánico, similar al traga-monedas de los televisores que hay en los hospitales. Me encuentro en una solitaria e íntima oscuridad en la que nada puedo ver, ni siquiera el vaho de mi respiración entrecortada, que en cada exhalación se lleva el poco calor que me queda. Mi padre me decía que me preparase para lo peor, pero esperando lo mejor. Pero ya no me queda nada que esperar, mientras voy perdiendo las pocas fuerzas que me quedan, atrapado entre cuatro paredes llenas de escarcha.
Soy consciente de que ha llegado mi hora, y aceptarlo de alguna manera me ha tranquilizado, pues siempre temí morir sin darme cuenta. La mayoría de las personas que conozco esperan una muerte rápida durante el sueño, para no darse cuenta. Pero yo no pienso así. Vi morir a muchos durante la guerra, y creo que todos debemos tener un instante, para arrepentirnos de aquello que no fuimos capaces de hacer, ordenar recuerdos o mascullar alguna plegaria. De ahí mi miedo a los francotiradores. Nos eliminaban como moscas, de uno en uno, como si tuviesen todo el invierno por delante para liquidarnos. La mayoría eran pastores de los Urales, con un fusil en las manos desde críos, y un concepto distinto del tiempo y de la vida. Se apostaban durante días en el mismo sitio, sin moverse, sin comer ni beber, orinando tumbados y comiendo nieve para que su aliento no les delatase. Esperando que nos confiásemos y nos expusiéramos cada vez más. Eficaces y pacientes, como la misma guadaña a la que servían...Podías estar hablando con un compañero, fumando un cigarro, comiendo algo...y de golpe desaparecías para fundirte en lo negro.
Durante mi segundo invierno en Rusia, a mi mejor amigo una bala le atravesó el casco mientras me hablaba de Elsa. Pienso en esa escena a menudo. Hacía tanto frío como aquí. Mi mejor amigo se llamaba Hermann, era pelirrojo, cocinero de vocación y tartamudo a ratos; en especial cuando nos bombardeaba la artillería o tenía que hablar con una mujer hermosa. Tenia una sonrisa enorme y le encantaba cantarnos canciones de amor, hasta que la emoción le callaba, porque todos los nombres de mujer en las letras de las canciones los cambiaba por el de Elsa. Mi mejor amigo se llamaba Hermann Baumann, y estaba enamorado hasta las trancas de una jovencísima ramera de Hannover, llamada Elsa Weiss, que era rubia y blanca como una magdalena recién horneada. Ella sola, había aprendido a tocar el piano del burdel, situado en la zona de los cuarteles de la Welfenplatz; aplicándose en leer partituras en sus ratos libres. Mi mejor amigo, el cabo Hermann Baumann, había nacido en Mainz-Kastel y tenía los ojos verdes. Y había decidido sacar a la dulce Elsa Weiss de la casa de lenocinio donde la conoció, en cuando acabase la guerra. Pensaba llegar con un Mercedes descapotable a recogerla, y se la llevaría ante la mirada atónita de meretrices, proxenetas, rufianes, alcahuetas y soldados. Y a partir de entonces la trataría como una reina, que es lo que era. Y tendrían hijos pelirrojos de ojos verdes que cocinasen y tocaran el piano. Ocho cuanto menos. Así, su casa seria una eterna fiesta de música y buena comida. Yo iría a verlos en Navidad cargado de regalos. Bueno, esos eran nuestros planes, pero la vida siempre toma sus propias decisiones sin esperar a que lo entiendas. No sé que habrá sido de Elsa. Pensé en ir a buscarla al terminar la guerra, pero no habría sabido que decirle. No creo que a día de hoy se gane la vida dando clases de piano. Seguirá vendiendo su cuerpo a borrachos -ya debe tener una edad- por unos marcos la media hora; eso si no acabó volatilizada bajo las bombas incendiarias de los aviones ingleses, cuando arrasaron la Welfenplatz, el 28 de marzo de 1945. Debí haberla visitado. Pero ya es demasiado tarde. De alguna manera, el disparo de aquel fusilero soviético les mató a los dos. Y también a ese pequeño ejército de virtuosos de la cocina y el piano, pelirrojos de ojos verdes, a los que no se les permitió existir.
Mi mejor amigo era el cabo Hermann Baumann, había nacido en Mainz-Kastel, y tenía los ojos verdes, y una bala le atravesó el casco mientras me hablaba de Elsa. Sonó un “clanc” metálico seguido del eco de un disparo. Se sacudió con un pequeño espasmo y se desplomó sobre mí. Tenía los ojos muy abiertos, blancos y verdes, como la taiga nevada que nos rodeaba. Sus pupilas, sin embargo, eran dos puntos fijos; dos dilatados puntos finales, como los puntos de mira de un fusil, y tan negros como la muerte. La sangre le brotaba generosa bajo el casco, chorreándole por la cara y el pecho. Mientras le zarandeaba, gritaba su nombre, mirándole a unos ojos perdidos que se adentraban en el infinito. Me di cuenta entonces de que él no sabía que estaba muerto. Ninguno que muere así lo sabe. Quizás por eso mi mejor amigo, el cabo Hermann Baumann, nacido en Mainz-Kastel, de ojos verdes y 21 años, siga allí, cerca de Novgorod, desde Enero de 1944, incorrupto y bajo la nieve, con los ojos muy abiertos, esperando volver a ver a Elsa y a la tropa de niños que nunca engendraron. La parca es la única amante -pienso delirante mientras me voy congelando- que siempre está dispuesta a quedarse contigo, por mucho que la hayas rechazado, por muchos planes que hayas trazado sin ella.
Sí. Acepté la muerte poco después de que se me cerrara la puerta de la cámara frigorífica a mis espaldas. Me quedé quieto cuando oí el sonido sordo del portazo, sin siquiera atreverme a girarme y descubrir la verdad, negando lo evidente. Fue sólo culpa mía. Con las prisas del viernes no bloqueé el pestillo. Estoy a 20 grados bajo cero, en la cámara frigorífica del centro de distribución de carne de la factoría en la que trabajo desde que acabó la guerra. El chaquetón de mutón hace lo que puede, pero no dará para mucho más. Así que el lunes a las siete de la mañana, me encontrará el viejo Jonas, el del turno de mañana, encogido y sonriente, entre cerdos y vacas congelados. Mientras hubo luz, estuve moviendo las piezas más grandes de carne de un lado a otro, para mantenerme activo y caliente. Pero ya estoy agotado y desorientado, y a oscuras poco puedo hacer. Me vienen a la cabeza la cantidad de muertos congelados que vi en el frente. Los músculos maseteros de la cara se les contraían y dejaban una mueca irónica y sonriente, de lo divertido que es estar muerto de frío. Le llaman la muerte dulce, pues en hipotermia ya no sientes nada. No eres capaz de tocar el pulgar con el meñique, tu cuerpo deja de tiritar y se te ponen los labios morados; y un sopor placentero te duerme para no despertar. Y mientras mueres, pensamientos repetitivos y rumiantes, como un soniquete, fluyen en tu cabeza hasta que pierdes la conciencia. Quizás por eso no dejo de pensar en mi mejor amigo, el cabo Hermann Baumann, que había nacido en Mainz-Kastel y tenia los ojos verdes, y que murió el mismo día que cumplía 21 años. Lo hecho de menos porque no paraba de cantar canciones románticas con las que todos terminábamos llorando. Y también porque él tenía planes hermosos, planes que yo no fui capaz de concebir. Por eso no entiendo que aquel francotirador ruso, cuando nos vio a ambos en la retícula del visor de su fusil, le eligiese a él en vez de a mí. Quizás porque en sus ojos había más futuro que en los míos y sabía que yo ya estaba muerto.
Mi padre me decía que me preparase para lo peor, pero que esperara lo mejor. También me decía que estudiase, aunque jamás hice lo que él me pidió. Pero eso es porque pertenezco a esa generación que perdió su inocencia antes de la guerra, su juventud en la guerra y sus esperanzas en la postguerra. Si hubiese estudiado más, hace horas que habría salido de trabajar de una oficina en el centro de Hamburgo. Habría llegado a una gran casa y me habrían recibido una mujer hermosa y unos niños rubios y guapos, que junto a un perro grande y peludo, alborozarían mi llegada. Ahora estaría escuchando sus historias, y mis hijos me enseñarían sus tareas escolares. No sería un hogar como el de mi mejor amigo, Hermann Baumann; pero sería mi hogar. Así sabría que he aprovechado mi vida, que he destacado en algo, que he hecho algo bien. Porque a día de hoy sólo sé que soy un fracasado y que se me acabaron las oportunidades.
Alguien me toma por los brazos y pronuncia mi nombre con dulzura, mientras sobre mí, un haz de luz insoportable rompe en mil pedazos mi paz y mi descanso. Los ojos me duelen y, sin dejar de apretar los parpados, intento pronunciar el nombre de Hermann, que ha venido a llevarme con él. Una figura fantasmal me arrastra por los tobillos y comienzo a sentir un intenso frío en todo mi cuerpo; manos y pies me hormiguean con un dolor vehemente que me brota desde los huesos hacia afuera. El suelo irregular, en un incesante traqueteo que me retumba en la cabeza, va despertando una a una, todas las terminaciones nerviosas de mi espalda y cada neurona aletargada de mi cabeza. Me suben a una plataforma rígida y metálica, siento pinchazos en los brazos, escucho una sirena y me tapan la nariz y la boca…siento como un aire tibio me cruje la garganta.
En el hospital escucho una voz conocida que habla con alguien. Pero no es Hermann. Es Hans Petersen, el viejo vigilante de la factoría. Cuando le preguntan que cómo se le ocurrió buscarme, él contesta.
-De los 127 empleados que hay en toda la planta, él es el único que me da los buenos días y las buenas noches. El único que me pregunta por mis nietos y que me ofrece un cigarrillo. Para los demás soy invisible. Cuando hoy no se despidió de mí, supe que algo malo estaba ocurriendo. No conozco a nadie tan educado, tan considerado y tan correcto. Le admiro.
Consigo abrir los ojos en una habitación de hospital, donde un policía y una enfermera sonrientes me miran con un gesto de admiración. Junto a él, Hans, el vigilante nocturno, me guiña un ojo. Siento que quizás no lo haya hecho todo mal. Recuerdo a Hermann y lamento no verle aún. Y le prometo buscar a Elsa cueste o que cueste.