Es una pena que la mayoría de la gente recuerde a Fernando Fernán Gómez por mandar a la mierda a un señor de muy malos modos en lugar de recordarlo por unas cuantas películas fabulosas. Algo parecido le ocurrió a Umbral, a quien media España conoce por el "yo he venido aquí a hablar de mi libro" y no por unos cuantos libros magníficos o por los periódicos a los que elevó a la categoría de gran literatura o siquiera por la bufanda. Ya advirtió el propio Fernán Gómez hace muchos años que en España para ser famoso de verdad había que hacerse torero, aunque últimamente follarse a un torero también vale.
Fernando Fernán Gómez fue muchas cosas, escritor, dramaturgo, director, y ante todo, uno de los tres o cuatro actores fundamentales de nuestro cine, una presencia tan poderosa que, por breve que fuese su intervención, transformaba cualquier película en la que apareciera. Tenía una voz de ultratumba, una voz de ultramar, como que fue a nacer en Lima o en Buenos Aires, hijo de una actriz de teatro, nacimiento que fue un equívoco propio de esos cómicos trotamundos que él evocó en El viaje a ninguna parte y que le proporcionó también un físico muy poco español, un físico de importación, la pelambrera roja, la narizota enorme, los ojos claros y una estatura de vikingo en vacaciones.
En una cinematografía poblada mayormente de señores bajitos y morenos, Fernando Fernán Gómez iba paseando su gárgola escandinava entre chaquetas, corbatas, sotanas y uniformes militares. Parecía predestinado a la comedia, un género supuestamente menor aunque casi siempre se olvida que los grandes comediantes del séptimo arte (Marilyn Monroe, Vittorio Gassman, Jack Lemmon, Marcelo Mastroianni, Katharine Hepburn, José Luis López Vázquez, Sophia Loren, Cary Grant, Alberto Sordi) pueden descender a la tragedia sin despeinarse, mientras que los grandes actores trágicos rara vez son capaces de arrancar una carcajada. En algunas de las mejores comedias que protagonizó, sobre todo en El último caballo, de Edgar Neville, demostró hasta qué punto las dos máscaras griegas del teatro se mezclaban en su cara.
Hizo un montón de películas, quizá demasiadas si tenemos en cuenta la calidad paupérrima de muchas de ellas, pero una vez explicó los apuros que sufrió de joven, cuando estaba casado con María Dolores Pradera y el sueldo apenas le alcanzaba para dar de comer a sus hijos. Nunca aflojó ese ritmo descomunal de trabajo, ni siquiera en su vejez, cuando le preguntaban cómo es que iba a meterse en una producción más que dudosa y respondía: "Es ésta o la otra". "Si no hay otra" le decían. "Pues entonces, ésta". Con réplicas de este estilo, entre noches repartidas tecleando en la máquina de escribir, las funciones teatrales y la bohemia de los bares de alterne, su vida parecía otra película más, algo a medio camino entre las comedias disparatadas de Pedro Lazaga o José María Forqué y Stico, aquella sombría fábula de Jaime de Armiñán en la que un catedrático de Derecho, ante la imposibilidad de ganarse el pan, se ofrece como esclavo doméstico a uno de sus antiguos alumnos.
También fue, como Jaime de Armiñán, uno de los grandes directores ignorados de nuestro cine, ninguneado por la crítica y la industria, autor de un puñado de obras maestras entre las que destacan El mundo sigue, una impresionante lección de neorrealismo castizo; La vida por delante, una sátira ácida y original digna del mismísimo Berlanga; o El extraño viaje, una comedia negra que se adelanta medio siglo a los hermanos Coen, quienes, si anduvieran espabilados, podrían hacer un remake de los suyos en un pueblo del Medio Oeste americano y rescatarla del olvido. Tiene muchas más pero bastarían esas tres para colocarlo en el lugar de honor que le corresponde y donde estaría hace muchos años de no haber trabajado en un país de toreros.