Año Nuevo
Paco Piquer
Cuando Gerardo salió de la casa, demasiado temprano tras una noche de celebración, iba a enfrentarse a una ciudad desierta, sucia, repletas sus aceras de restos de cotillón, mierdas de perro y la soledad compartida e ignorada de los madrugadores por necesidad. Nada hacía presagiar el suceso que iba a acontecerle poco después, cuando en el puente se encontrase con aquel extraordinario personaje.
Antes de ponerse el abrigo, Gerardo había sacudido los restos de confeti de su elegante esmoquin; el uniforme de gala de los amargados con dinero. Respiró profundamente el aire limpio de la mañana mientras recorría, las calles de aquella zona lujosa e impersonal. Sintió frío y aceleró el paso para entrar en calor.
El día de Año Nuevo había amanecido ventoso, casi huracanado. Desde la tarde anterior el viento soplaba despiadado contra las copas de los árboles. Un tímido sol se abría paso entre las nubes que recorrían con prisa un cielo anaranjado.
En el puente se detuvo un instante y contempló las aguas grises del río en urgente tránsito; cansadas, quizá también, de su transcurrir encajonadas en un cauce que les marcaba el camino hacia el mar ansiado, hacia la libertad. Tal vez como él mismo.
Gerardo se había alejado de la casa sin rumbo fijo, quizá huyendo de todo lo que le martirizaba desde hacía ya tanto tiempo. Primer día de Enero, la fecha perfecta para comenzar a ser otro; a soñar, a vivir una nueva vida. Su pasado resumido en las uvas que casi atragantan a las once personas con las que despidió el año, en el cava, en los estúpidos mensajes con buenos augurios recibidos a través del móvil. En la maldita idea
de alquilar aquella casa de las afueras para estar tranquilos, sin que nadie les molestase y en el tardío arrepentimiento por haber aceptado asistir.
No se acostó después de la fiesta. Sentado en una butaca, frente a una pared blanca, había visto pasar su vida. Y no le había gustado.
Mientras sueños profundos poblaban las habitaciones en la penumbra incipiente de la madrugada, pudo moverse en silencio desde los dormitorios al salón observando con un naciente desprecio, casi con asco, a quienes los ocupaban; sus posturas, su semidesnudez. La descomposición de las parejas establecidas. Escuchando cómo roncaban. El alcohol y todo lo demás habían cumplido su objetivo.
La llamada recibida por su subconsciente se hizo nítida en la madrugada. Imperativa. Decisiva.
El silencio de la casa se entremezclaba con el olor penetrante que desprendían los restos de comida y las botellas vacías sobre la mesa. Nadie se había preocupado de quitar la mesa ni de apagar los rescoldos de la chimenea; tiempo habría de hacerlo. Aunque él ya no estaría allí para echar una mano.
El paralelismo de las aguas con su decisión le hizo esbozar una sonrisa. Nada ni nadie le impondría, desde ese momento, criterios ni normas que cumplir. Sin pensarlo dos veces, coherente ya con sus proyectos, arrojó al río su cartera y las llaves del coche Su vida pasada, la identidad que abandonaba representada en la documentación que en pocos segundos desapareció bajo las aguas.
Un anciano, de barba descuidada y aspecto desaliñado, se acercaba por el puente empujando un carrito de supermercado en el que parecía llevar todas sus pertenencias.
– ¡Feliz año nuevo! –saludó el anciano, al tiempo que se detenía a su altura, tal vez esperando unas monedas.
Gerardo no correspondió al saludo y continuó acodado en la balaustrada, absorto en sus pensamientos, con su mirada en la corriente del río.
Ante la falta de respuesta, el anciano reaccionó con enfado, de un modo casi agresivo.
– ¡No cuesta tanto responder, amigo! ¿Quién se ha creído usted que es?
Gerardo pareció reaccionar.
– ¿Dispense…? –se disculpó a la vez que reparaba por primera vez en el personaje.
– ¿Qué quién coño se ha creído usted qué es?
Gerardo se mostró conciliador. Una actitud opuesta a su habitual modo de conducirse.
–Nadie, amigo. Ya no soy nadie.
El desconocido se mostró sorprendido por la respuesta; el aspecto de aquel hombre era elegante, su esmoquin denotaba distinción, riqueza.
–Vale, tío. Vale. Si usted no es nadie, ¿quién cojones puedo ser yo?
–Le hablo en serio, amigo. Ya no soy nadie, acabo de romper con el pasado. Hoy voy a comenzar una nueva vida.
El anciano se mesó la barba y bebió un largo trago de un cartón de vino barato que llevaba en el carrito. Mientras pasaba el dorso de la mano por su boca, preguntó:
– ¿Qué cenó anoche, amigo?
–Eso forma ya parte de mi pasado, no le interesa a nadie.
Gerardo recordó, como si al hacerlo pudiese borrarlo de su memoria definitivamente, el extraordinario menú que les habían servido en la casa. Los más exquisitos manjares, los vinos más exclusivos, los deliciosos postres.
–Creo que más bien debiera preguntarle ¿qué bebió anoche? –el anciano matizó su pregunta.
Gerardo no contestó; el suprimir sus recuerdos de hacía tan sólo unas horas le llevaba hasta el fin de la cena, cuando uno de los asistentes propuso, después de las uvas, algo “más fuerte” para celebrar la llegada del año y preparaba sobre la superficie de cristal de una mesa de centro –manos versadas en la materia- doce rayas de polvo níveo sobre las que se abalanzaron, sin dudarlo, once expertos apéndices nasales dispuestos a inhalar optimismo, a demostrar desinhibición.
El vagabundo no parecía dispuesto a abandonar la conversación con Gerardo e insistió en el interrogatorio.
– ¿Sabe, amigo? –dijo- me preocupa ese “ya no soy nadie” que acaba de pronunciar y, no es que me importe, pero… ¿no estará pensando en…?
Mientras pronunciaba estas palabras, su mirada turbia se dirigió hacia las frías aguas del río.
–Eso es cosa mía –respondió Gerardo –. A usted no debería preocuparle lo que haga con mi vida, aunque le garantizo que la idea que insinúa no ha pasado por mi imaginación. Cuando digo que ya no soy nadie pretendo tan sólo abandonar mi vida pasada, de la que no estoy nada satisfecho.
–Comprendo: ¡Año Nuevo, vida nueva!
–Exacto. –Sintió, de pronto, que estaba dando demasiadas explicaciones a aquel borrachín desconocido y tuvo la intención de salvaguardar, con pudor, sus pensamientos más íntimos –. Pero eso es cosa mía –añadió - así que le ruego, por favor, que me deje tranquilo.
–Dispense si le he importunado, caballero. Aunque he pensado que quizá podría ayudarle a conseguir sus propósitos.
– ¿Usted? –la pregunta estaba cargada de desprecio y, ante la inesperada oferta, reparó por primera vez, y con detalle, en el aspecto del vagabundo. Su ajado gabán, el sucio gorro de lana que cubría su cabeza, los rotos zapatos, su barba descuidada, el oxidado carrito de supermercado repleto de cachivaches.
–Sí, yo –la mirada del anciano se endureció. Con un brillo extraño en los ojos, repitió sus palabras –. ¡Yo!
De pronto el viento, que había amainado unos minutos antes, oscureció el cielo y recobró toda la fuerza con que había rugido la noche anterior, el frío se intensificó y Gerardo se arrebujó en su elegante abrigo.
–Con sinceridad, no comprendo cómo... –Gerardo defendió la independencia de sus proyectos. Sus palabras se tiñeron de un cierto tono de desprecio.
–Necesita usted una buena dosis de humildad –dijo el anciano mientras le daba la espalda y se alejaba de él empujando el carrito. Transcurridos unos metros, el vagabundo se detuvo; volvió sobre sus pasos y se acercó de nuevo a Gerardo con algo en la mano.
–Por cierto, ¿no será suyo esto? –preguntó. Gerardo reconoció enseguida la cartera que hacía unos momentos había arrojado al río. Desconcertado ante el hecho, guardó unos instantes de silencio. Sí, en efecto, aquella era su cartera. Sus documentos, todo el dinero que contenía estaban en su sitio. Cartera y documentos completamente secos, sin rastro alguno de humedad.
–Pero, ¿cómo…? –Gerardo no daba crédito a lo que acababa de suceder.
–Ya ve, amigo. La vida tiene, en ocasiones, sorpresas agradables e inesperadas ¿Dónde iba a ir usted sin documentación? También sería una lástima que dejase abandonado su magnífico automóvil. La policía no tardaría en retirarlo y, créame, reclamarlo sin pruebas sería una ardua tarea. ¡Feliz Año Nuevo, amigo!
Dicho esto, el anciano le entregó las llaves del coche y reanudó su camino sin más palabras.
Gerardo permaneció unos minutos aún en el puente. Atónito. Petrificado ante lo insólito de lo que acababa de sucederle.
Cuando quiso dar alcance al vagabundo, éste había desaparecido.
Desconcertado aún por el extraño episodio vivido, Gerardo decidió regresar hasta la casa; con toda probabilidad sus amigos dormirían todavía, victimas de la resaca. Aguardaría en el coche alguna señal de movimiento. Sentía la necesidad de hablar con alguien de lo sucedido. Las calles, hacía unas horas casi desiertas, recobraban viandantes sin prisa en la mañana festiva.
Su desconcierto alcanzó grados parecidos a un temor que se tornó en pánico cuando, al acercarse a su automóvil, descubrió al anciano sentado en el interior del
coche; ataviado como él mismo, con un elegante esmoquin. Las puertas del vehículo estaban abiertas. Recordaba perfectamente haberlas cerrado la noche anterior,
–Ha tardado usted mucho, el puente no queda tan lejos –dijo el extraño personaje.
Gerardo trató de decir algo; pero sus palabras no fueron sino un tímido balbuceo. El hombre, sin embargo, pareció, interpretar su confusión.
–Ya ve, Gerardo, también yo estuve anoche celebrando el fin de año. Tampoco, como usted, he tenido tiempo de cambiarme. Aunque, créame, la fiesta a la que acudí no fue tan divertida como la que se ha celebrado en esa casa.
Gerardo reparó entonces en el aspecto que ahora exhibía su interlocutor, de cuyo rostro había desaparecido todo rastro de desaliño. Su rostro perfectamente rasurado, sus cabellos canos peinados con delicadeza, el elegante porte de su vestimenta.
–Pero... ¿y el vagabundo que vi en el puente? –se atrevió, por fin, Gerardo a pronunciar una frase inteligible – ¿Y aquellos andrajos…?
– ¡Ah! Eso…. Eso forma parte del juego.
– ¿De qué juego habla? ¿Quién es usted? ¿Y cómo sabe mi nombre? ¿Y cómo ha sabido dónde encontrarme?
–Cálmese, amigo, cálmese. Ya le explicaré. De momento le ruego que me acompañe al interior de la casa.
Gerardo tardó unos instantes en responder. Cuando lo hizo, la agresividad se hizo presente en sus palabras.
–Mire usted, quien quiera que sea. Estoy harto de esta broma. Haga el favor de bajar del coche y dejarme en paz.
–Es lo que pretendo, pero necesito su colaboración. Hemos de entrar en la casa, Allí encontrará respuesta a todas sus preguntas.
Gerardo accedió; estremecido de frío y ansiedad, siguió al anciano. Él se le había adelantado hacia la puerta de la casa, que se abrió sorprendentemente ante su sola presencia. Con una cierta aprensión, penetró tras el hombre en su interior.
– ¿Ve usted, Gerardo? No hay nadie. La casa está vacía. Puede comprobarlo por sí mismo.
En efecto, no quedaba rastro alguno de sus amigos ni de los restos de la fiesta; todos los muebles, desordenados durante la noche anterior, estaban en su sitio; y en los dormitorios las camas estaban hechas. Ni siquiera en la chimenea quedaba un solo rescoldo o el olor característico del humo que impregna la estancia donde ha habido fuego. Tan sólo un único elemento reconocible llamó su atención, que aumentó su desasosiego: sobre la mesa de cristal del salón permanecía intacta la raya de cocaína que él había rechazado. Cada vez más confuso, Gerardo regresó hasta donde se encontraba el anciano.
– ¿Satisfecho? –inquirió éste.
–Soy incapaz de comprender nada, ¿dónde están mis amigos?
–Ya le he dicho que yo también venía de una fiesta. Todos sus amigos están todavía allí; digamos que, ¿cómo se dice?, en una especie de “ after hour ”.
–Tiene que llevarme hasta ellos, quiero comprobar que se encuentran bien. Al fin y al cabo, son mis amigos.
–No le comprendo, Gerardo. ¿No iba usted a renunciar a su pasado? ¿Qué puede importarle lo que haya sido de ellos? ¿Dónde queda ese anunciado “Año Nuevo, vida nueva” del que presumía en el puente.
–Ah, eso. Puede esperar; puedo retomar mis planes cuando me apetezca.
–No, Gerardo. Por desgracia no puede.
–Y… ¿cómo va usted a impedírmelo?
- Porque su plan va a cumplirse ahora . Pasando al otro lado . Es el único modo de renunciar. Sus amigos ya lo han hecho. Aunque ellos no querían. Usted está aquí aún porque renunció a esa sustancia que está sobre la mesa de cristal. Ese hecho y sus pensamientos me confundieron. Han pagado once justos por un pecador. Un fallo por mi parte. Debía haberle obligado. Cuando llegué esta mañana a invitarles a mi fiesta, faltaba usted. Menos mal que pude localizarle en el puente. Ahora, si me lo permite…
El extraño personaje entregó a Gerardo un delicado tubito de cristal y tomándolo del brazo le acompañó hasta la mesa.
– ¿Quién es usted? –preguntó antes de inhalar el polvo blanco.
– ¿No lo adivina, Gerardo? Con sinceridad, le creía más inteligente…