Opiniones Robinsonianas (XVII) - Hollywood y la Censura
Mª Ángeles Cabré
Aunque pensaba inaugurar el curso hablando del sarampión de casos de corrupción política que asola nuestro país y que este verano ha alcanzado cotas altísimas, que está claro que colearán y de las que habrá pues oportunidad de hablar, he optado por dedicar estas líneas a un tema mucho más relevante. Que alguien meta la mano en el bolsillo de los ciudadanos es grave, sí, pero mucho más que se permita acabar con la vida de esos mismos ciudadanos. Aunque Ucrania aún humea, los ataques israelíes contra la población civil palestina han sido pues la noticia del verano, no porque la epidemia de ébola lo sea menos, sino porque a diferencia del ébola se podrían haber evitado.
¿Por qué será que la historia no hace más que confirmar las palabras de Chamfort? “Los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesaria la sociedad. La sociedad se sumó a los desastres de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad hicieron necesario el Gobierno y el Gobierno se sumó a los desastres”, dejó dicho el escéptico moralista. Que en pleno siglo XXI israelíes y palestinos anden aún a la greña con tan graves consecuencias no se entiende. Me dirán Uds. que hay demasiadas cosas que no se entienden: la desidia ante la conservación de planeta, que las mujeres sigan siendo consideradas objetos de consumo o que nuestro gobierno siga pensando que los recortes se traducirán en progreso. Está visto que la ceguera es un mal universal.
Reconstruir lo que han destrozado los bombardeos en la Franja de Gaza va a costar una millonada, pero mucho más caro es el precio que se ha pagado en vidas humanas: dos mil muertos y no sé cuantísimos heridos, por no hablar de las miles y miles de personas que se ha quedado sin hogar. Este panorama es ya de por sí lo bastante desolador como para tener aún que andar con pies de plomo a la hora de nombrarlo.
Sorprende pues, y sobre todo entristece, la reacción de los judíos que en la meca del cine se dedican al séptimo arte, a tenor de lo controvertidas que han resultado las declaraciones de la pareja formada por Penélope Cruz y Javier Bardem acerca del genocidio que ha tenido lugar este verano en el disputado territorio. Y sí, he dicho genocidio, con todas sus letras, que es la palabra que ellos emplearon y tanto ha disgustado. Un genocidio que incluye el ataque a unas cuantas escuelas de la ONU, donde mujeres, niños y ancianos se habían refugiado. La lenta reacción de la comunidad internacional ya nos hace sospechar que algo huele a podrido en este asunto que dura ya demasiado. ¿Para qué han servido pues los ejemplarizantes juicios de Núremberg, el juicio a Eichmann en Jerusalén que Hannah Arendt cubrió y tantos otros momentos de justicia histórica? ¿Para seguir confundiendo a los pueblos con sus gobiernos?
Durante la Segunda Guerra Mundial la amenaza nazi, obsesionada por dar caza al judío, llevó a ciudades como Berlín y París a vaciarse de talento artístico. Como pudieron, en una combinación de largas marchas, bicicletas, carros, autobuses y pesadas travesías marítimas, profesionales de todas las disciplinas artísticas desembarcaron en las costas americanas. Por su parte, un modesto periodista literario norteamericano, el treintañero Varian Fry, llegó a Marsella en 1940 con una larga lista de nombres y 3.000 dólares atados al cuerpo. Lo cuenta Alan Riding en Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores).
Dispuesto a sacar de la peligrosa Francia ocupada a cuantos artistas e intelectuales pudiera, Fry logró visados para salvar a unas 2.000 personas multiplicando por diez la lista que le fue encomendada. Y aunque la huida de Walter Benjamin le saliera mal, si salvó a otros como al mismísimo Chagall. 2.000 hombres y mujeres puestos a salvo, y ahora 2.000 mascarados por un ejército cruel. Me pregunto qué hubiera sido por ejemplo de la escritora Irène Némirovsky si el lugar de subirse a un tren en dirección Auchwitz se hubiera topado con el intrépido Fry. Y me respondo que es probable que hubiera acabado adaptando sus novelas para Hollywood.
Muchos judíos recalaron en las producciones hollywodienses y sus descendientes ocupan hoy en un elevado porcentaje platós, productoras y distribuidoras.Y aunque desde los años 40 mucho ha llovido, no es precisamente el fundamentalismo ciego el que debiera mover a esos profesionales que en su pasado familiar poseen la clave de cómo no convertir este mundo en un lugar más hostil. Por no hablar de que parecen no recordar tampoco la caza de brujas de McCarthy, que debiera haberles blindado de cualquier atisbo de sentimiento censor.
Que hoy no podamos tildar de genocidio lo que claramente lo es, nos retrotrae a los tiempos en que en los teatros parisinos se prohibió trabajar a los judíos. Sería bueno que los herederos de esos judíos, norteamericanos de nacimiento, fueran los primeros en condenar actos de barbarie, provengan de donde provengan. Que esto no suceda, sino todo lo contrario, no deja de ser la prueba de que no hemos ganado mucho en civilización desde esa irracional contienda que costó millones de víctimas y desplazó a millones de personas. Y es una gran lástima.
A todo esto admito que a mí los Spilberg y compañía me traen sin cuidado, y que no aspiro a que lleven mis modestas historias al cine, sobre todo teniendo en cuenta el poco interés que tiene Hollywood por las mujeres creadoras. Como recordamos en el Informe que desde el Observatorio Cultural de Género hemos dedicado en el 2014 al cine (“Directoras, productoras y guionistas en el cine catalán reciente”), hasta la 82ª edición de los Oscar no se concedió el premio a la mejor dirección a una mujer, en este caso a Kathryn Bigelow y por una película bélica, no por un drama o una comedia intimista de esas que se supone corresponden a las sensibles damiselas que al parecer somos todas.