Lestrade y la Desgracia
Jesús Zomeño
El dueño del Dragón Rojo, en el 29 de Hanbury Street , le dijo a Lestrade que no le apetecía sodomizarlo porque tenía dos hijos en el ejército y uno había matado al otro. No recordaba el nombre de Caín y tampoco podía condolerse por Abel, al que habían ejecutado, porque ni siquiera se acordaba de la cara de uno ni del otro.
A Letrade, que esperaba el embite, le ha parecido una confidencia fuera de lugar, porque el retrete apesta a mierda y porque además él no es amigo del tabernero.
El hombre estaba hundido, es cierto, porque además su mujer, al enterarse de la desgracia de sus hijos, le abrió el vientre a la perra que lleva siempre consigo y le metió los papeles de unos salmos de la iglesia y, aunque lo volvió a coser, el animal se ha muerto desangrado. Todo el suelo de la cocina ha quedado encharcado de sangre y la pobre loca pasea descalza, gritando que ahora puede caminar sobre las aguas.
A Lestrade hace tiempo que está gustándole que lo sodomicen, incluso a veces se ha quedado a punto de pedirle también que le apriete y le agite el miembro.
El tabernero pretende irse lejos, dejarlo todo. Incluso ha pensado en suicidarse. Tiene una hermana en Gales, cuyo marido no tiene piernas ni brazos, y él podría ayudarla a cambio de un plato de comida. No obstante, puede que sea mejor ahorcarse, porque le da mucho asco su cuñado y su plan de desaparecer, de huir del mundo, poco a poco.
El inspector aprovecha el retrete para mear, tiene prisa. Mira al otro, que lo ha acompañado, y le dan ganas de matarlo. “Con esa cara de idiota está pidiendo que lo maten”, se repite Lestrade. Además, le irrita esa costumbre que tiene el tabernero de hablar tan despacio, como si creyera que su vida es importante y que uno tenga que tomarse la molestia de escucharlo hasta el final.
El tabernero piensa que Lestrade es un amigo, que lo comprende y que por eso lo escucha en silencio. Incluso cree el inspector se ha meado fuera sin darse cuenta, porque debe estar tan aturdido como él.