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ISSN 1989-4163

NUMERO 55 - SEPTIEMBRE 2014

8 Milímetros

Javier Neila

El árabe me mira a los ojos. Tiene la cara agrietada y morena. Acartonada. Intenta intimidarme. Lo consigue. La luz cenital de la lámpara Tiffany del burdel endurece aún más sus rasgos; sus pequeños ojos no muestran miedo. Una ramera le dice algo al oído y le acaricia por debajo de la bedaïa azul; pero él no se inmuta. La aparta levantando la mano. Sorbe el té y se limpia la perilla con la manga. Todos sus movimientos son elegantes y pausados. Coge la boquilla de la narguila y aspira profundamente, dejando escapar reflexivamente la bocanada con sabor a manzana. Burbujea el agua en cada calada, mientras el humo dulzón sube en busca del ventilador del techo. La daifa le insiste; se sienta a horcajadas sobre su rojo pantalón bombacho, rozándose con él; intenta demostrar su único talento, pero él la agarra por la cara y la lanza contra el suelo; rueda el enorme collar de plata que, junto con la cadena de monedas en la cintura, es su única indumentaria.

Enciendo un cigarrillo. El cenicero rebosa. El humo de mis Gauloises es más denso y se disipa con lentitud; su picadura siria y turca le da un sabor recio, menos refinado que el de mi entorno. Soy el único occidental en aquel agujero y mis opciones de salir con vida son cada vez más escasas. Alrededor, numerosos bereberes nos miran con morboso interés. Cesa el murmullo de las apuestas. Ahora me toca a mí. El silencio duele. La meretriz se retira maldiciendo en cabilio; evita pisar el último cuerpo que aun no han tirado a la calle. Con sus pies desnudos va dejando huellas de sangre ajena en la tarima de madera. Miro al centro de la mesa y cojo el pesado Lebel de ocho milímetros. Ya llevamos cuatro intentos en un tambor de seis. Apago el cigarrillo con una frialdad que me sorprende y tomo el último sorbo de mi petaca, mientras levanto el revólver. Siento el corazón como un tambor en el pecho que me retumba en la cabeza. Respiro rápido. El zuavo no deja de mirarme. A mí y a los billetes de 50 y 100 francos apilados en la mesa. Intento darme cuenta de lo que está pasando, pero hay veces en que es mejor no pensar… “No piense Fouquet, no piense, que cuando piensa la caga” me solía decir el comandante Durand en la academia militar de Saint-Cyr, con tono paciente, no hace tanto tiempo… me evado con éste recuerdo sintiendo ya la fría boca del cañón apoyada en la sien; levanto el percutor, siento como el sudor cae por mi cogote y presiono el gatillo. No puedo evitar cerrar los ojos y encoger los hombros mientras aprieto los dientes. Como si temiese más al ruido que a esparcir mis sesos sobre la mesa. La muerte siempre te va engañando, incluso al final. Suena un chasquido metálico que se me clava en la cabeza. Abro los ojos mientras la chusma enloquece. Veo un gesto de contrariedad en la cara del moro, más propio de alguien que ha perdido un botón del uniforme que del que está jugando a los naipes con la Parca y le ha salido el as de picas. Esta vez se ha quedado con su cara y no con la mía. Pongo el arma en la mesa con la culata hacia él. Sé que podría jugármela, pero tampoco saldría vivo de allí. La reputación entre musulmanes es más fuerte que cualquier ley. Al fin y al cabo –reflexiono- la vida tiene valor por momentos como éstos…momentos en los que uno es dueño de sí mismo hasta el final, y se lo juega todo porque sí; porque nuestra existencia estaría vacía si todo lo que pasara estuviera escrito.

A nuestro alrededor todos gritan y gesticulan. El humo, el calor, la contraluz envuelven el entorno creando una atmosfera irreal…El hombre que está delante de mí, empuñando un revólver, no es un remilgado. Como alguien totalmente libre ni duda ni se compadece de sí mismo. Me mira fijamente a los ojos con una mueca que intenta ser sonrisa y se pega un tiro en la cabeza. Un hombre vale lo que vale su palabra. Juro que vi un brillo de agradecimiento en sus ojos.

Algunos impacientes empiezan a saquear sus bolsillos mientras de su cabeza aún sale humo. Sus ojos abiertos parecen buscar sin éxito a las huríes prometidas; se percibe el olor a sangre, nitrato de potasio y azufre. La madame-una tunecina mestiza venida a menos- me anima a otra tanda mientras me sirve un coñac barato, y mete un nuevo cartucho en el revólver; pero yo ya tengo suficiente. Seguro que encuentra a otros dos dispuestos a morir o hacerse ricos esa misma noche. Apuro el vaso, recojo mi parte y salgo del local, apartándome del cuello los brazos de alguna entregada barragana dispuesta a todo por nada.

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Me sorprende el amanecer en la Rue de Savoie; los primeros mercaderes se dirigen hacia el mercado de la Placette, donde espero encontrar la Bijouterie Imperial a punto de abrir . Hago tiempo desayunando en el café Arnoud L'africaine , dónde me tomo un respiro y un par de coñacs mientras leo la prensa local. Una fecha histórica…5 de Agosto de 1914…Oficialmente hemos entrado en guerra con Alemania. Pronto saldré para Europa.

La ciudad de Argel va despertándose con el bullicio propio de las colonias francesas del Norte de África, mientras veo como el pequeño Monsieur Galleotte va abriendo la puerta de la escondida joyería.

“Buenos días Mon capitaine , aquí tengo su collar. Me alegra que al final haya vuelto; ya sabe que sólo se lo podía reservar hasta hoy a medio día. Es una pieza fina y muy valiosa; Oro y lapislázuli en una combinación perfecta.”

“Lo sé” -Le respondo lacónicamente, sin interés por escucharle -

“Estoy seguro de que ella quedará encantada. Usted si que sabe enamorar a una mujer, ¿Verdad mon amie ? Debe ser una mademoiselle muy especial…ah…lo que hacemos por amor...No todo el mundo puede permitirse algo así.”

Desprecio su servilismo e hipocresía; y él lo sabe. No le contesto y le pago con billetes de 50 y 100 francos arrugados y malolientes, y sin mediar palabra salgo en dirección al hospital de tuberculosos cercano.

La puerta está abierta y una joven monja me sonríe, con esa mirada de curiosidad que tienen las mujeres que nunca han estado con un hombre. “Hoy está animada” me dice.

“¿Cómo se encuentra madre?”

“Mejor… hijo mío…tu visita es lo único que necesito.” -Su voz es fatigosa y apagada- “Tienes ojeras –me dice- ¿Has dormido bien? ¿Qué tal en el cuartel? Llevas el uniforme arrugado…Debes tener cuidado Alphonse…Vivimos en un mundo peligroso.”

“Lo he recuperado madre; el collar que le regalo padre”

La anciana sonríe mientras aprieta el collar contra mi mano. Sus ojos brillan. Respira tranquila.

 

 

 

Mitsubishi mirage

 

 

 

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