Ana María, Colorín Colorado...
Itziar Mínguez
El que no inventa, no vive. Con estas palabras, Ana María Matute empezó su discurso de aceptación del Premio Cervantes, un premio que no se le concedió hasta 2010, un poco tarde aunque no tanto como para que tuviéramos que lamentarnos, como en otras ocasiones, de llegar tarde al reconocimiento que merecen los grandes. Ana María Matute era una grande. Merecedora de todos los premios, de todos los reconocimientos, de todas las palabras de admiración y respeto que desde cada medio se le prodigan durante estos días. Pero era merecedora de cada lector.
Yo supe que existía la fantasía la primera vez que escuché hablar a Ana María Matute, en el hotel Ercilla de Bilbao, hace muchos, muchísimos años. No hacía mucho que ella había salido de ese pozo en el que estuvo durante 30 años. 30 años estuvo en silencio, sin que la fantasía anidara en su extraordinaria cabeza, sin que las palabras brotaran de sus manos inmaculadas, que ella hacía revolotear por delante de su cara mientras recodaba su niñez; los lejanos días en los que postrada en una cama por la enfermedad, Ana María, la niña, se refugiaba en la magia de la fantasía, en los libros que la alejaban de la realidad para entenderla. De las voces de su cocinera Isabel o de su tata Anastasia, salían las historias de Andersen, Perrault y los hermanos Grimm. Aquella tarde en el Ercilla habló sobre ellas. Lo recuerdo porque tomé notas. Me fascinaba tanto Ana María Matute que todas las veces que fui a verla tomé notas, para repasarlas en casa, para no olvidar nada de lo que había dicho. Con ella sucedía eso, querías grabar sus palabras en la piel, pero sobre todo su voz. Nadie decía las cosas como Ana María Matute. Con esa voz de otro mundo habló sobre su cocinera Isabel, que sin saber ni leer ni escribir le contaba los cuentos que había heredado de la tradición oral; la tata Anastasia le leía cuentos de Andersen y ella, Ana María niña, que no sabía leer, con apenas tres años, miraba las letras y decía: “de esas hormiguitas salen historias, mundos, personajes, yo quiero hacer eso cuando crezca”. Me acuerdo de eso, de las hormiguitas. Lo apunté para no olvidarlo jamás, para escribirlo hoy. Esa imagen de las palabras como hormiguitas me ha acompañado siempre. Esa fascinación primitiva por las historias, esa pasión que responde a algo irracional, me la enseñó Ana María Matute. Cuando poco después aprendió a leer y veía en la portada del libro el nombre de Hans Christian Andersen, ella cerraba los ojos y pensaba: Ana María Matute. Eso también lo recuerdo, cuando lo escenificó, con los ojos cerrados y marcando con las palmas de sus manos, abiertas, tres golpes en el aire con los que acompañaba las palabras mágicas: Ana María Matute. Era una fantasiosa. Su fantasía le ayudó a volver a la realidad; estuvo muchos años perdida en un bosque del que parecía que nunca iba a volver, como una caperucita que hubiera sido devorada por el lobo. Regresó de ese bosque hecha toda fantasía. Y parecía que los años, en vez de contar hacia atrás, en ella, habían hecho el recorrido inverso, haciéndola salir 30 años más joven. Por eso parecía una niña, una niña rara, como ella misma se definía; una anciana con el pelo muy blanco, que se parecía mucho a mi abuela, pero tenía voz y mirada de niña. Era tierna y salvaje. De una dulzura que apabullaba. Nunca parecía tener prisa, sus libros son así también, de una prosa envolvente y ensimismada que te saca del tiempo o, al menos, de su convencional transcurso. Qué manera de jugar con el tiempo…
Recuerdo aquel día, la primera vez que la vi, como si fuera ayer. A mí me daba mucha vergüenza ser escritora o sentirme escritora, ni qué hablar de lo que me provocaba pensar en decirlo, en escucharme a mí misma decirlo en voz alta. Pero me emocionó tanto, me conmovió tanto su charla, que al concluir me acerqué a ella, con toda la timidez de mis 20 años. Y le dije: yo también soy escritora. Era la primera vez que lo decía. Y la única que lo he sentido así, con todas las letras. Ella me miró, con toda esa dulzura, sonrió, me tomó las manos y me las besó. Primero una, después la otra. Y así, sin mediar palabra, me di la vuelta y marché, bendecida.