Cronopio y Unicornio
David Torres
Como muchos otros, yo también malgasté muchos años de juventud intentando escribir un cuento de Cortázar. Todavía recuerdo el primer relato suyo que leí, La isla a mediodía , en una antología que me prestó mi prima María José; yo por aquel entonces tendría doce o trece años y cuando terminé la historia de aquel azafato que soñaba con una isla griega que veía desde la ventanilla del avión, arrojé el libro contra la pared: “el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar”. En aquella última frase, como ocurre en tantos y tantos cuentos suyos, en el texto se abría en una rendija inesperada, una conexión a otro mundo. Alguien se ponía un jersey y al pasar por la manga la mano se transformaba en una garra; un motorista tenía un accidente y en el hospital, tumbado bocarriba, sufría una pesadilla espantosa en la que era un guerrero al que iban a arrancar el corazón en una piedra de sacrificios; una rica muchacha argentina sabía que llevaba una existencia paralela en una barriada pobre al otro lado de un puente europeo. No había costuras, no había malabarismos, no había trampas ni artificios en la terrible sorpresa final: cada relato era como un organismo vivo de la cabeza a los pies, un animal nunca visto de una fauna jamás clasificada. Aquello no era exactamente literatura fantástica, ni tampoco realista, era otra cosa, como si al abrir una puerta vislumbráramos por un instante, como advirtió el propio Julio, “el prado donde relincha el unicornio”.
En realidad (si es que esta palabra significa algo hablando de Cortázar), con los años descubrí que no había ningún truco, ninguna técnica para escribir aquellos relatos; en realidad, ni siquiera él mismo sabía cómo estaban hechos. Más de una vez confesó que se sentía como una especie de médium, que estaba sentado en casa o trabajando en una oficina de la Unesco cuando de repente se le venía un cuento encima, dejaba todo lo que estuviera haciendo y se ponía a seguir el dictado de ese numen que le hablaba de peces mexicanos o gladiadores romanos. Tenía que hacerlo a ciegas, ignorando el final aunque sabía que el final ya estaba escrito, que todo obedecía a un oscuro y horrible mandato. Muchas veces había acabado el cuento de un tirón, sin pensar ni un momento en el estilo o en otras fruslerías; lo había escrito a toda máquina, poseído, asustado, “como el se quita una alimaña de la cara”.
Con el tiempo, como muchos otros, también descubrí que había otro Cortázar, el hombre que un día supo que no estaba solo y que, gracias a la revolución cubana, descubrió que su destino de escritor estaba ligado al destino de un continente, a la lucha y la desgracia de Latinoamérica. Hay al menos dos relatos que marcan el camino que va desde Bestiario y Final de juego al Libro de Manuel ; uno es El perseguidor , la novela corta del saxofonista Johnny Carter, que es una balada empapada de jazz, de drogas, de búsqueda y de arte; el otro es La autopista del sur , la historia fabulosa de un atasco gigantesco en la autopista de Marsella a París, un atasco que dura meses y meses y donde los conductores poco a poco descubren que forman una comunidad, una tribu, que no hay nada más absurdo que esa carretera donde nadie mira quién va al lado y que no lleva a ninguna parte.
En medio llegó Rayuela , una novela enorme e imperfecta, una lección de libertad total, un libro hermoso donde cabía el mundo entero además de Buenos Aires y de París, un libro que empezaba en el fuego (“Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color”) y que atravesaba incólume la hoguera, el océano, el éter y la tierra de los muertos para traernos de regreso a la vida entre los hombres. Más allá de su pedantería, de su metafísica, de sus discusiones interminables, de sus solos de piano y de su reguero de nombres, Rayuela era una vindicación de la infancia y del juego, de ese sentido lúdico que Cortázar no olvidó jamás, ni siquiera en aquellas sesiones del Tribunal Russell donde escuchaba el testimonio de los torturados por las dictaduras bananeras de Latinoamérica, ni siquiera en sus soliloquios de terror cara a cara con una página en blanco que iba llenándose de monstruos y de gárgolas. Una vez dijo que él imaginaba un mundo donde Jack el Destripador había nacido no para degollar a cinco pobres putas sino para abrir en canal a la reina Victoria, aquella soberana gorda que gobernaba un inmundo imperio en cuya metrópoli hacían la calle más de cien mil mujeres. Por eso eligió el único camino que él creía válido y por eso escribió aquel relato increíble ( Apocalipsis de Solentiname ) donde las fotografías que había tomado en una comuna de Nicaragua se transformaban, con décadas de adelanto, en la profecía horrenda de la contra: imágenes de cabañas ardiendo, de jóvenes violadas, de niños muertos.
En uno de sus libros esenciales Cortázar dividió a la humanidad en dos especies, los cronopios y los famas, y no hacen falta muchas más explicaciones para comprender quién manda en el mundo desde siempre. Pero también dejó una tercera vía, la de quienes no acaban de decidirse entre ser fama y ser cronopio, y a ésos los llamó esperanzas. Yo tenía diecisiete años cuando murió Cortázar y mi profesora de literatura del instituto Simancas, Marita, que me conocía demasiado bien, me dio el pésame. No podía creer que hubiese muerto Julio, y menos aún a una edad que desmentía su aspecto físico, porque padecía una enfermedad asombrosa por la que no paraba de crecer y de parecer siempre más joven. Tampoco puedo creer que haya pasado justo un siglo desde que nació aquel cronopio increíble en un suburbio belga donde, como muchos saben, hay un puente que da directamente a Buenos Aires.