Mitsubishi Mirage
Ángela Mallén
de “ Bolas de Papel de Plata”, Arte Activo Ediciones. Vitoria 2014. Pág. 128-129
El cielo se movía lentamente sobre el área comercial, sobre la rotonda que había delante de la gasolinera y sobre las carreteras de acceso a los polígonos industriales. Eran nubes sucias con tintes violáceos y textura de masa de pizza. Esa impresión ofrecían desde abajo, desde dentro del Mitsubishi Mirage verde fosforito donde aguardaba turno Felipe ante la cola de gasoil autoservicio y autopago. Felipe, el flaco, el del bigotito. Antes llevaba barba a juego con las greñas. Antes, cuando no miraba al cielo sino a la tierra, a las gachís y a los cochazos.
-Esto va para largo. Pensó Felipe mirándose en el espejo retrovisor.
Volvió a mirar el cielo y vio que estaba azul y muerto. Quedaba una sola nube larga que podía ser un brazo de ángel asfixiado o quizás algún pájaro intempestivo y oscuro. Quizás había pasado mucho tiempo mientras él guardaba cola y pensaba borrosamente (en su jefecillo de ventas, emperador de todos los delegados comerciales; en la poca gracia que le hacía volver a la rutinaria merienda-cena con Asun y los niños sin cara porque iban cambiando, alargándose sus narices, achicándose los ojos, mientras no paraban de decir frases chillonas ni de comer pasta y croquetas, y nunca sabía Felipe qué traspasarles, qué ocultarles, qué ahorrarles). La autopista era una sopa juliana de coches de colores. Había una pequeña mosca pegada al cristal de la ventana. Estaba allí sentada, como mirando todo aquello (las fábricas desiertas, los coches de alta gama con eje delantero de doble línea, navegación automática, sistema surround , cuero reflectante y paravientos eléctrico), sin comprender el mundo. La mosca no sabía que el cielo estancado encubría la vertiginosa y armoniosa dinámica de una maquinaria eterna y excesiva. La mosca se sentía diminuta. Oscura. Sola. Pobre.
Pobre mosca presa, inadvertida, mirando el río de sopa detenerse ante un semáforo rojo y el cielo levitar profundamente en su distancia incalculable. Un dedo azul de cielo acarició sus alitas, su barriguita de mosca, sus ojos múltiples cansados, y la mosca sintió el primer consuelo de su vida: un consuelo leve como ella pero que podría durar para siempre. Y olvidó la mirada feroz de los tránsfugas, los imputados, los avariciosos; la dureza de los patrones; el peso anímico que arrastran los cayucos; la villanía de las negociadores internacionales. Y olvidó a los damnificados por las depresiones financieras, a los tergiversados por la fiscalía de ciertos casos, a los estafados por los macroprogramas, a los embaucados en macroproyectos. A todos los olvidó a pesar de haber lamido su carne.
El dedo azul iba retirándose de la mosca lánguidamente, igual que la mano de un pianista tras la última nota de un nocturno. La tristeza volvía a su pequeño cuerpo negro, junto con la memoria de un mundo incomprensible, y el río de los coches se movía con la oleada verde de los semáforos. Ya estaba el cielo alto de nuevo, cosido como un forro de tafetán sobre la autopista. Lejos de sus ojos múltiples.
Una lágrima invisible cayó sobre el volante. Felipe arrancó el motor, metió la primera marcha y llegó al surtidor. Pagó. Vio que la autopista a Dos Hermanas estaba colapsada y siguió por la carretera nacional. La mosca voló.