Ya era un novato, como se llama a los tunos durante su primer año. No tenía derecho a portar la beca –la tela distintiva de cada tuna, y que en el caso del de la Facultad de Medicina es de color oro- y se me asignó como supervisor a Tercios, cuyo mote venía por la velocidad con que se bebía una tras otra las botellas de tercio de litro de cerveza. Durante todo ese primer año debía obedecerle en todo lo que dispusiera sin elevar la más mínima protesta o queja.
En cuanto fui admitido en la tuna pregunté a Tercios dónde podía conseguir el traje de tuno. Éste me miró divertido y me dijo con guasa: tú sabrás, novato. He de reconocer que Tercios fue un buen supervisor y en poco tiempo se olvido de mí. No como otros que tenían a sus novatos bregando como galeotes y mandándoles las más trabajosas y vergonzantes tareas.
Como el mandarme hacer uno estaba fuera de mis posibilidades y los de los tunos que habían abandonado la Universidad el último año ya tenían propietario, no me quedó otra que hacer un bosquejo y enviárselo a mi tía María, que era costurera. Durante las Navidades, María me hizo entrega del mismo. En la espalda de la capa, ya colgaban tres cintas: una de mi tía, bordada, y las otras dos de mi madre y de mi hermana con frases cariñosas. Aunque no eran de femeninas conquistas, al menos no me sentiría desnudo cuando saliera por primera vez de serenata. Cuando regresé a la Universidad y mis compañeros vieron el traje, se rieron de los bombachos y la chaqueta, pero nadie se opuso a que la llevara. Lo cierto era que, tras tantos años de uso, zurcidos y demás apaños, nuestra tuna era un rosario de diferentes telas, larguras y diseños. Vamos, que no era la más elegante de todas. Ese honor correspondía a la estirada tuna de Derecho, formada por hijos de buena familia y cuyo flamante aspecto era sometido a burlas por las demás tunas.