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ISSN 1989-4163

NUMERO 115 - SEPTIEMBRE 2020

 

Otra Noche con Lauren

Javier Neila

La noche va cayendo en el solitario penal, ralentizando aún más la vida de los que en él habitan. Quejas y murmullos se van apaciguando, y se silencia algún que otro llanto que fluía camuflado de copla. Cada uno sale de su celda a toque de corneta, y forman la cuerda de presos para recibir la cena, ordenados de noveles a veteranos. El primero de la fila tendrá unos escasos 16 años. El ultimo no ha alcanzado aún los 28. Los cautivos desayunan y almuerzan a diario en el comedor de tropa, junto al baluarte de la Tenaza, pero por cautela la cena siempre se hace en la propia celda, usando los abollados platos y marmitas de aluminio que reciben como cada interno, junto con la manta y la cuchara, el primer día que ingresan en prisión. El cabo de cocina,  gordo y sucio, con el gorrillo pringoso y su enorme sonrisa de dientes amarillos, llega como siempre a la misma hora, tirando de un burro -Pinturero- que desde la cantina y con dos grandes alforjas que le gravitan sobre las albardas, trae con toda la gracia de su meneo inocente, rancho y agua para los preventivos que esperan en tensa calma un lejano consejo de guerra.

-Ahí vienen ya el cerdo y el burro juntos- se escucha en la fila.

-¡Silencio!

Esos jóvenes de futuro incierto hacen cola en el patio en íntima semipenumbra, alumbrados por un par de focos y alguna que otra lámpara de carburo, y reciben la parca ración de engrudo de arroz hervido con gorgojos, en rítmicas y sonoras cucharonadas. De postre -al menos- tienen la grata mirada infantil del pollino, que con sus enormes ojos negros, su orejas peludas y puntiagudas y el hocico lleno de moscas, retrotrae a más de uno a una infancia perdida en algún pueblo blanco, origen común extraviado en el laberinto de la memoria colectiva.  España pasa hambre y ellos también. No podría ser de otra manera.

La corneta dulcinea nostálgica a toque de silencio, roto éste por los legionarios que salen de guardia, cansados de otra tediosa jornada más; recogen sus bártulos y abandonan la zona de calabozos, posponiendo para la siguiente jornada su labor de dar palique a los confinados que allí custodian. No es la relación habitual entre presos y centinelas, más tratándose de un penal militar en la España africana de 1945; pero estos cautivos son afines, adictos al régimen, camaradas de partido, y esa circunstancia hace que algunos en la fortaleza demuestren acercamiento y comprensión hacia ellos, además de que varios hasta gozan de cierta aureola de prestigio al haber luchado en el frente ruso. Y quién sabe...cualquiera de los que hoy está aquí compartiendo frío y ansia, mañana pueden acabar siendo comisario de policía o algo parecido. El régimen es caprichoso y volátil, y sus designios, inescrutables. Es lo que pasa en los tiempos turbios que les toca vivir. De traidor a patriota o viceversa en lo que va del ocaso a la alborada...y sin poder elegir -en la mayoría de los casos- la bandera por la que has de derramar tu sangre, la que te servirá de sudario. Lástima, pues en la única vida que te toca en suerte, deberías poder elegir al menos, en qué guerra quieres morir.

Terminada la languidez de la corneta, marcha el pelotón de centinelas a sus camaretas en la zona de vida de la tropa, situada en el Baluarte de San Amaro, a unos escasos cientos de metros de los calabozos. Los reclusos por su parte regresan al ergástulo, todos ellos dispuesto a arañarle a la realidad unas horas de utopía, y soñar con paraísos lejanos y mujeres hermosas. No aún el caballero legionario Amancio Pradas, que hoy como cada cinco días, entra en el turno de guardia de primer imaginaria. Él cerrará la portezuela, aislando el tetraedro de celdas del resto de la fortaleza, y repasará que todas las estancias se encuentraen cerradas y los cubos de heces vacíos. Roza los treinta años, pero aparenta mucho más; su piel oscura y cuarteada lo identifican como un desertor del arado, portador de la sabiduría secular de una estirpe de agricultores que desaparecerá con él, y en cuya mirada aguda de intensos ojos marrones aún quedan reflejos del campo extremeño, austero y duro. Su aspecto a primera vista es de tedio e indiferencia, aunque no siempre ha sido así. Recuerda mientras hace la ronda una época que le parece lejana, en la que el bramido de las explosiones y el humo de la pólvora le transformaban en un incondicional novio de la muerte, en un jabato que primero en Marruecos y luego en la península recorrió toda la convulsa tierra española, haciendo la guerra y sembrando muerte y caos allí donde apoyó su rodilla y encaró su fusil.

La realidad es -reconoce en su callado diálogo consigo mismo- que ha asaltado sin miedo  a la bayoneta más posiciones enemigas de las que puede recordar. Y todo ello sin probar el coñac –saltaparapetos en jerga militar- que los oficiales repartían sistemática y profusamente antes de cada asalto; algo tan útil y necesario para muchos de sus compañeros como las mismas balas. Es por tanto Amancio un legía distinto al uso, sin vicios conocidos, tatuajes de amor de madre, queridas que esquivar o deudas de juego pendientes; aunque como todos ellos, con un pasado que quiere olvidar, del que huye, y que es lo que tienen en común todos aquellos hombres a los que la suerte hirió con zarpa de fiera, llevándoles a servir bajo la misma bandera, la del Tercio de Extranjeros o Tercio de Marruecos como ya se le conoce. Hombre pues solitario y taciturno, de fondo nostálgico, sobrio y con cierta capa de amargura; del que podría decirse que sin ser un matasiete, ha matado mirando a los ojos a más de los que uno puede imaginar. Aunque a decir verdad si que tiene un vicio, pero es un vicio pequeño, excusable. El cinematógrafo, que se le lleva parte de su escuálida soldada.

Apoya el máuser en la pared y cuelga el correaje en una alcayata de una pared que alguna vez fue blanca, y despliega un sencillo catre para pasar parte de la noche, en una sala contigua a las celdas, que de almacén pasa a ser unas horas dormitorio improvisado. Esa noche, como todas en los últimos días, piensa soñar despierto y en blanco y negro con la jovencísima Lauren Baccal, de la que guarda una sobada postal que le dieron en taquilla hace unos meses, cuando fue a ver “Tener y no tener” en el Apolo Cinema de la calle Camoens, cerca del Paseo de Revellín. El cine es el único solaz que tienen los supervivientes de una guerra que nunca abandonará a los que la sufrieron, por mucho que intenten mirar hacia adelante. El cine y también las mancebías; pero Amancio nunca ha sido capaz de entrar en una, lo que le ha hecho perder a algún amigo que no lo era tanto, además de evitarle enfermedades y parásitos de toda especie... Mira a Lauren y ratifica que ella es distinta a cualquier mujer, de verdad o de papel...le gusta tanto que hasta le perdona, por ésta vez, que en vez de a él, le dedique esa mirada rebosante de luz al hierático Humprey Bogarth; tío estirado y engreído donde los haya, que jamás la valorará como él lo haría. Recuerda la escena en la que ella le dice que con ella no tiene que fingir ni hacer nada...que si quiere algo, sólo tiene que silbar...el silba timidamente a sabiendas de que jamás aparecerá por la puerta. Nuestro romántico cinéfilo aún no sabe que en el rodaje de esa película, ambos actores se han enamorado, y de hecho llevan casados algo más de un mes. Aunque seguramente hasta eso le perdonaria Amancio a Lauren, de saberlo. Se queda dormido así pensando en esa diosa romana de ojos que imagina suyos, suyos nada más, verdes como esmeraldas, insondables como el mar, inalcanzables como una aurora boreal…. Nadie sabrá que duerme así de relajado. Los presos no son una amenaza, el sargento dormirá la mona toda la tarde noche y el castillo es lo bastante inexpugnable como para que puedan dormir todos seguros. Todo es perfecto para poder ser feliz huyendo de la realidad, aunque sólo sea unas horas...

 

 

 


 

 

Lauren 

 

 

 
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