Abro la puerta de cada habitación de hotel con un disimulado entusiasmo. Lo primero que hago al entrar es asomarme a la ventana. Con mucha frecuencia tiene vistas al parking. Lo observo detenidamente, aunque mi coche nunca descansa allí. Contemplo los vehículos ajenos, los coches nuevos, los de alquiler, los que han vivido y muestran, indolentes, sus pequeñas heridas, los rasguños, la chapa deformada de cuencos sin pintura, el deterioro. Me contagio de su melancolía y de su fuerza antes de detenerme en los huecos, en la ambición fractal del intervalo. Lugares en los que nadie aparca, situados aquí y allá, a la espera, como mesas tendidas.
Una vez, en lo alto de un hotel, una mujer me amo o yo amé a una mujer, lo recuerdo perfectísimamente, mientras nos asomábamos al vacío de una tormenta muy hermosa. Se contemplaba toda la ciudad y parecíamos dioses del sexo y la naturaleza en aquella ventana, viéndolo todo sin ser vistos.
Luego, reviso el baño y me siento en la cama. Casi todo me parece aceptable. No soy de esos que comprueban la firmeza del colchón, los pelos en la ducha, el remate flechado del rollo de papel higiénico. O sí, a quién engaño, sí lo hago, pero con un propósito distinto.
Sin retirar la colcha dejo caer mi cuerpo hasta la almohada. Husmeo. Me asalta una fragancia a hombre feliz. Cierro los ojos y dejo que me arrase. Mi corazón percibe el vuelco del que espera a un amante. ¡Qué emocionado estoy! Lo noto en mis rodillas, en la pelvis. Él va a llegar muy pronto y siento miedo, el miedo encantador de las primeras veces, ese escurridizo temblor que provoca la ropa rozando nuestro cuerpo mientras es retirada por las manos de otro. Me acaricio despacio. Atardece.
Me he duchado antes de bajar a cenar. Las toallas reposan, arrolladas y frescas, sobre la estantería. Reprimo la ansiedad y me enjabono con paciencia. Después, sí, después me envuelvo en ellas. Cuantísimo placer. Una me cubre todo el cuerpo, la otra, en la cabeza. Soy una mujer sabia y alegre o soy un hombre enfermo. Elijo a la mujer, así que me desprendo de la prenda que actúa de turbante, la dejo en el bidé y me froto sicalípticamente con la más grande. Me conmueve su impulso, las ganas de vivir. Respiro sus efluvios y entiendo que está sola y contenta; me infla su entereza, me hace fuerte. Una vez seco, me visto, me pongo una pizca de brillo transparente en los labios, y voy al restaurante con ganas de comerme el mundo.
Cuando regreso a nuestra habitación, me confieso expectante. Parásito y ansioso, he refinado el proceso de impregnación. Es la profundidad del sorbo, lenta y mantenida, lo que optimiza el saqueo de rastros de los antiguoshuéspedes. Voy aprendiendo a hacerlos míos, a hacerme suyo. Me construyo en función de sus vestigios.
Con delectación, aplazo el momento. Voy al cuarto de baño, abro la funda profiláctica que contiene el cepillo de dientes, el diminuto tubo de dentífrico. Me observo en el espejo. Me gusto. Podría acostumbrarme a este rostro, a esta exquisita sonrisa que marca dos hoyos de placer en ambos lados de la boca: la de esta mujer grandiosa que me prestó su esencia, la dejó, como una ilustración muy delicada, en la toalla de la ducha. No me aferro. Ella se irá también.
Por fin, muy lentamente, abro la cama, coloco la cabeza en la almohada, bocabajo. Y aspiro.