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ISSN 1989-4163

NUMERO 115 - SEPTIEMBRE 2020

 

Bodas, Pandemias y Otras Reflexiones

Ines Matute

En algún lugar del ciberespacio se recogen los textos, vídeos y fotografías del confinamiento, esa peculiar subvida que reinventó la función de los balcones y nos hizo mirarnos el ombligo con lupa. No sabemos si habrá éter y circuitos suficientes para cien millones de historias más o si la bendita vacuna, que mucho se está haciendo esperar, dará paso a los nuevos textos, vídeos y fotografías … ¡de la postpandemia! Dicho de otra manera: olvidándonos ya de la broma navideña de “los felices veinte” el COVID es el nuevo punto de inflexión, la línea roja que marca el antes y el después, el corte al bies de nuestras existencias (otro tipo de corte, más definitivo y trascendental, para aquellos que se han ido con ella por la puerta de atrás, solitos, entubados y con la impotencia ahondando en su mirada).

De entre los muchos testimonios que he ido leyendo a lo largo de estos meses, he seleccionado este, porque da pie a muchas reflexiones y alguna que otra sonrisa. Lo que se nos cuenta es real, a pesar de la sensación de espejismo de todo lo que está aconteciendo. Espero que os guste:

“ El otro día me casé. Esto no tendría ninguna relevancia si no me hubiera casado en este momento incierto, lleno de miedos e incertidumbres y suspendido en el limbo de la no-vida, que es nuestra tan nombrada nueva normalidad. En la foto inmediatamente posterior a la firma se nos ve brillantes de sudor, exultantes pese a todo, en el salón de plenos del Ayuntamiento del único pueblo que pudo solucionarnos el papeleo (papeleo que urgía por un plan que finalmente el virus quebró) en pleno postconfinamiento. Los rostros de nuestros testigos quedan ocultos bajo mascarillas quirúrgicas. “Únicamente los novios podrán retirarse las mascarillas en el momento del enlace”, decía el e-mail que nos habían enviado. Al día siguiente, un conocido me escribió: “Oye, ¿te has casado? ¡Os deseo mucha felicidad! Estas islas familiares son muy importantes en estos tiempos”.

Me estremecí. ¿Islas familiares? ¿Una isla? Ya había sentido, durante la cuarentena, un temor inconcreto a la exclusividad social. “Sólo podréis estar cerca de las personas con las que conviváis”, nos dijeron. En muchos casos, estas personas eran pareja, familia consanguínea, el retablo clásico del hogar español. Más tarde, se nos instó a elegir a 10 amigos. Una alumna me dijo: “Yo he escogido a mis 10 amigos más responsables”. Otro alumno me dijo: “Una señora mayor no se podía bajar del bus, quise ayudar, pero me daba miedo tocarla y ponerla en riesgo”. Yo, cómo no, veía claramente lo cabal de las restricciones, actuaba con lógica: era mejor no ver a nadie, no salir de casa. Nos replegamos obedientemente.  Pero aquello dolía por dentro, daba miedo: estábamos, por pura necesidad, hundiendo los pies bien profundo en el fango de la individualidad, un pantano que ya antes de la pandemia apestaba a podrido.

Algunas horas más tarde, una amiga muy formal y casada ella, me escribió: “Ya verás, ahora hablarás en plural”. Me enrabieté, no sé si con ella, con la sociedad o conmigo misma, y le respondí: “Precisamente estaba escribiendo sobre la disolución de la colectividad en pos de la familia nuclear en estos tiempos inciertos, y del terror que me provoca ser de pronto eso, una isla de dos”.

Recordé los primeros signos de este dolor. En una infancia en la que mis padres me animaban, sobre todo, a desconfiar de la gente, a que no me tomaran por tonta —con esa pedagogía tan clásicamente española de ser más listo que todos y no dejarse engañar, aunque con ello sacrifiquemos toda diversión y aventura—, yo decidí apostar todas mis fichas al recuadro de la amistad, a los otros. Y funcionó. Mirábamos a la familia tradicional con la ternura desdeñosa del que observa un ente caduco, hermético, sin futuro, que no es consciente de qué hay más allá afuera. Pero recuerdo vivamente el primer desgarro: una amiga se echó novio y desapareció, se transformó, como si el clan escogido, nosotros, hubiésemos sido únicamente un entretenimiento hasta alcanzar lo que se consideraba real, legítimo, certificado. Ante mi sorpresa, todo el mundo pareció aceptarlo. Mi primer desengaño amoroso fue ese abandono que nada tuvo que ver con lo romántico, sino con una negación del colectivo amistoso como esperanza. Y ahora, recién firmado el documento con el que la sociedad certifica que tengo derecho a ser una isla y que por ello me serán otorgadas todo tipo de facilidades y felicidades, siento que esta distopía vírica parece invitarme aún con más fuerza a olvidar a los demás y centrarme en el nosotros de ribete blanco y rosado, el amor exclusivista. Me invade la tristeza al pensar en los nefastos ejemplos de normalidad que me ha ofrecido la vida: esos matrimonios sin un solo amigo, esas familias egoístas y recelosas ante todo lo que se salga de lo suyo, ese fin de la amistad cuando se encuentra pareja. En la nueva normalidad, siento a la sociedad como ese estereotipo de señora que sale en películas y telediarios, y al que todos hemos visto alguna vez en directo: la dueña de su hogar que abre la puerta a un desconocido y que responde desde el umbral, infranqueable, con ese gesto icónico de cruzarse la pechera de la bata una y otra vez, cada vez más arriba, cada vez con más recelo. En ese gesto se contiene todo el orgullo de la individualidad nuclear, toda la familia de sangre, todo el miedo al mundo, con su consiguiente tedio”.

Estaréis de acuerdo conmigo en que este texto es una joya.

 

 


 

 

inés matute 

 

 

 
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