Vivimos de modo innegable en una sociedad, que aún arrastra muchos estigmas, tabús, lacras, prejuicios. Una sociedad regida bajo las pesadas sombras de la falsa apariencia, donde aún hoy la doble moral y el juicio rápido del comportamiento ajeno subyacen y hacen mella en nuestra psique. Reminiscencias machistas y ecos de doctrinas conservadoras y anquilosadas enturbian nuestra respuesta como sociedad y como individuos. La ley poco dada a los cambios a menudo se muestra poco neutral y adquiere tintes acosadores. En general si miramos debajo del tul que cubre nuestra ética social veríamos que necesitamos urgentemente terapia de grupo, como colectivo, como sociedad y como seres humanos.
Este escenario ambiguo a la descripción pesa más de lo esperado y genera silencios, genera mutismo, mentiras y falsas apariencias. Este miedo inherente a ser juzgados con acritud nos condiciona y así, el escolar acosado no muestra sus temores, el marido engañado esconde su escarnio, la mujer maltratada disimula sus heridas. Las víctimas en general se esconden tras el mutismo dado la despiadada respuesta social, el voayerismo ante el dolor ajeno, la total falta de asistencia en los entornos cercanos y ateridos ante el terror a la exposición en los medios.
Pero los silencios pesan con el paso de los días, se arrastran atados a tu alma, dolorosamente. El niño que crece falto de cuidados por parte de sus padres, que cubre su soledad con una máscara de rebeldía, la esposa que sufre maltrato psicológico por parte del marido y disfraza su desesperación con una máscara de buen humor, la adolescente que sufre buillyng en el instituto y camufla de ostracismo su angustia. La mujer violada que silencia su herida a golpe de maquillaje y sonrisas. Las lágrimas que se ahogan en la almohada, el pánico que atenaza la garganta y que baja a golpe de alcohol, de inhaladores y de valor. Y la realidad es que en la era de la comunicación, la respuesta a muchas preguntas y a muchas realidades sociales, habita en los silencios, pesados y arduos que se esconden en las almas de miles de mujeres y hombres, de niños y niñas y que marcan irremediablemente la cadencia de nuestros pasos.
EL miedo atroz a las miradas de compasión, al rechazo de los seres amados, el temible sentimiento de culpa, la exposición pública que genera debate abierto y falto de tacto, el mostrar la herida y desnudar tu alma quedando expuesto y vulnerable ante el mundo acaban pesando más. Cuesta mucho abrirse al mundo y soltar lastre porque desde pequeños nos han enseñado que la ropa sucia se lava en casa. Que de casa se sale llorado y con buena cara, que las debilidades no se muestran, puesto que no deberían tenerse, nos han enseñado que nadie está libre de sospecha, ni tan sólo las víctimas, nos han enseñado a desconfiar y siempre hemos oído que a terapia van sólo aquellos que lo “necesitan” haciendo hincapié en que esa necesidad indica una inexorable fuente de locura. Y nadie quiere ser el raro, el paria, el débil, nadie quiere arrastrar un estigma y dejar de ser tú para pasar a ser la mujer maltratada, el niño acosado, la mujer violada. Porqué a demás sucede que en la crueldad absoluta de la falta de empatía imperante, resulta que los heridos, las víctimas, no tienen o no tenemos derecho a recuperación, a partir de ese minuto se juzgan tus sonrisas, tus ganas de vivir, tu desparpajo, tu respuesta social. Representa que el dolor que ya arrastras debería paralizar tu vida, anular tus ganas de salir, de disfrutar, de reír, porque de otro modo tu dolor queda en tela de juicio, tus derechos, quedan en entredicho, la verdad queda cuestionada.
Hemos de ser capaces como individuos y como sociedad de dejar atrás esa pesada lacra que arrastramos, hemos de desmitificar la ayuda de profesionales, lo cierto es que no conozco a nadie a quién no le convendría ir a terapia, que las cosas de la psicología ya no son como antes, por ejemplo yo conozco una psicóloga sistémica que hace maravillas, porque a veces, no es tanto que alguien te dé una solución, sino que te den las herramientas para gestionar tu pasado, tu realidad, para enfrentarte a tus temores, para afrontar la vida, para cambiar de actitud, a veces sólo necesitas saber en qué piedra tropiezas, que alguien neutral te diga que no fue culpa tuya, que te enseñen a dar salida aese dolor, a dar valor a esa lucha,a legitimar tus carencias y reconocer tus esfuerzos. En realidad es vital que nos enseñen a priorizarnos, que es algo con lo que no nos educaron a las generaciones anteriores a la televisión en color. Y amenudo con el paso de los días y el peso de las circunstancias vamos desapareciendo, se diluye nuestra esencia perdida entre silencios guardados, palabras no pronunciadas, entre negativas enmudecidas y deseos perdidos. Reconocer el yo y quererlo, con todo lo que conlleve y aprender a respetarnos y a pedir ese respeto. Enseñarnos a respetar, lejos del prejuicio.
A veces es tan complicado y tan sencillo como sentarte y explicar tu historia y que alguien lede la importancia que tiene para ti y saber qué hacer con el eco de tus palabras.
Como en una terapia de grupo, levantarte y decirlo en voz alta y romper el silencio.
Así como quién se saca una tirita, te levantas, buscas tu voz escondida y dices: - Hola soy Cristina y me violaron a los 16 años, (habré pronunciado en mi mente esa frase como un millón de veces), así como repasé mis pasos de ese día de febrero, los que me llevaron allí. Había una fiesta, o eso creía yo, en una casa en la que había estado infinidad de veces, en la calle Piqué del Paralelo. Él(de nombre Salvador, para que digan que la vida carece de humor negro) y su amigo como 10 años mayores que yo, ya estaban allí, hacía mucho que éramos amigos, o eso creía, entendí demasiado tarde que no iba a venir nadie más y que la fiesta giraba entorno a mí.
Recuerdo el piso perfectamente, la escalera añeja, la habitación interior y oscura que olía a cigarrillos. Recuerdo no poder creerme lo que pasaba e ir perdiendo la fuerza y la voz y la resistencia ante su superioridad, ante su crueldad, sumida en la desesperación, ante la impotencia, el dolor y la incredulidad. Recuerdo el olor a tabaco, a sudor un poco acre y un dolor desgarrador, el tiempo en suspenso y el pánico atroz al recorrer ese infinito pasillo que me separaba de la puerta de salida. Sobre todo recuerdo sentirme sucia.
¿Estar allí ese día me hace culpable? ¿Confiar en quién no debía lo justifica?. Lo cierto es que no hay culpa que puedan atribuirme que no me haya atribuido yo antes. Nadie puede cuestionarme más de lo que yo me he cuestionado a mí misma con el paso de los años. Yo fui una de las adolescentes que guardó silencio, que escondió el dolor, el pánico, la culpa, que acarreó con la soledad que eso generaba, que cargó con las pesadillas y los desórdenes. Vistiendo mis heridas de sonrisas, de lágrimas ocasionales que escapaban a mi control, de arranques de rebeldía, de accesos de solidaridad. Fui de las que se dio cuenta que no había dolor que consiguiera hacer que dejara de tener ganas de seguir luchando y de vivir, es uno de mis muchos defectos, no se rendirme. Y no he vivido sumergida en la oscuridad, recluida en una habitación, me abrí al mundo y di esos primeros pasos aterrada y muchos de los últimos también y salí, estudié, viajé y confié en otros a menudo, negándome a renunciar a mi alma. Y ahora demasiados años más tarde, ahora que soy madre veo la imperiosa necesidad de aligerar el alma, de perdonarse, de soltar lastre, de afrontar la vida, y aceptar a los demás sin hacer juicios de valor.