Mucho han cambiado las ciudades y las personas desde que yo era un estudiante. La televisión ha hecho que la brecha cultural entre pueblos y ciudades se haya estrechado como nunca antes. Sus pobladores nos hemos convertidos, queramos reconocerlo o no, en burgueses educados y vigilados por los poderes políticos y hasta los propios edificios han ido limpiándose en estas décadas de paz hasta convertir nuestras ciudades en hermosos escaparates impensables en aquellos tiempos. Baste ver el ejemplo de Bilbao. De ser una ciudad escondida bajo una pátina de hollín de décadas, a convertirse en el hermoso jardín del Puppy. Y sí, los europeos convertidos en masa en residentes en el país han colaborado de forma importante en ello.
Y de nuestros centros urbanos han ido desapareciendo aquellos barrios oscuros, hampones y peligrosos donde se vendía la carne (en bastante mal estado) a los hombres hambrientos de hembra. En Bilbao estaba la Palanca con sus bares oscuros, sucios y amedrentadores. En Madrid la calle Montera. Pero ese mercado carnal ha ido evolucionando junto al resto de la sociedad. Aunque quedan miles de mujeres paseando por las calles dispuestas a vender su cuerpo por unas monedas, se las ha ido echando hacia lugares más alejados de nuestra hipócrita vista y muchas de ellas han abandonado la calle para esconderse en pisos más discretos o en salas o naves poligoneras que se asemejan a grandes superficies del deseo.
En la capital mallorquina se aprecia también ese cambio. Antes sus zonas de combate estaban en pleno centro. Los más renombrados eran la Puerta de San Antonio y el Banc de S’oli (El banco del aceite). Ambas están unidas por la calle peatonal Sindicato, la cual durante el día era una zona comercial. Por la noche pasearse por allí era cosa de los bajos fondos y durante el día tampoco era trago de buen gusto pasar por las dos plazas que centralizaban el ambiente patibulario de la ciudad. Al igual que sucedió en la mayoría de las ciudades, primero fueron cambiando sus usuarias: de mujeres de la ciudad cuya necesidad les empujaba a aquel ingrato trabajo se pasó a peninsulares o de las zonas rurales. La heroína pasó a sustituir el alcohol que muchas necesitaban para llevarlo adelante. Más tarde las africanas, sudamericanas y eslavas tomaron el relevo. Y por fin, la ciudad se ha ido fagotizando y aburguesando empujándolas a ellas y sus macarras hacia zonas más apartadas y alejadas de las miradas de los hombres y mujeres “de bien”. Ojos que no ven, corazón que no sienten.
En Palma, el Banc de S’oli tenía, sin embargo, un cariz casi lírico. Situado a escasos metros de la plaza Mayor la leyenda urbana contaba que su tráfico de carne a cambio de dinero era fundamentalmente diurno, lo que no es habitual. Según me relataron en su día eso se debía las peculiaridades de la clientela que hacía uso de cada una de sus esquinas, a pesar de ser una plaza de forma redondeada. Y es que la leyenda urbana afirmaba que cuando la gente del campo “bajaba a ciutat”, que es como dicen aquí venir a la capital, Palma, después de despachar sus asuntos, (en general la compraventa de productos hortofrutícolas o ganado), existía la arraigada costumbre de acudir al Banc de S’Oli a degustar lo que allí se ofrecía con el dinero recién cobrado, como colofón a la jornada y antes de regresar a su pueblo de origen para dormir.
Pero como escribía al principio, la ciudad ha cambiado. En mis paseos matutinos paso de tanto en cuando por allí antes de las nueve de la mañana. La plaza está en pleno momento de rehabilitación, con un aspecto pulcro y su zona central alegra la vista con sus vivarachos naranjos. Parece difícil creer hoy por hoy la leyenda urbana que corría de boca en boca entre las gentes ¿respetables? de la ciudad. Sólo hay un detalle a esas horas que, como un eco lejano de un trueno, hace que creamos lo que fue. Por sus esquinas aún deambula un último residuo de aquel floreciente intercambio. Con pausados pasos va caminando una señora que dejó hace ya décadas su juventud; algo entrada en carnes y teñida de un fuerte rubio, parece negarse a reconocer que aquel tiempo ya pasó e intenta mantener un negocio del que, tengo mis dudas, pueda sacar un mínimo provecho.