Toda calle debería tener una esquina con su bar, y una pizzería con su toldo, y un vendedor de cupones con sus gafas negras, y un músico itinerante de patas largas, y una heladería, y un estanco, y una ferretería, y una hilera de castaños a los que, por primavera, se les ponga la cabeza redonda llena de flores blancas en forma de zarcillos o de endibia; y un perro husmeando, y una fuente pequeña, redonda, clásica, con diosas.
No concibo esta calle dura y rapada; esta calle sin niños cargantes, ni abuelos con la vida hirviéndole debajo de la boina, ni señoras con dos bolsas de plástico, ni un gato desconfiado debajo de un coche, ni portales con portera, ni patios, ni azoteas, ni una parada de autobús con una papelera desfondada. De cuando en cuando pasa por aquí una dama de alcurnia taconeando o algún quinceañero recién duchado que viene del polideportivo con piscina cubierta. El resto de la tropa pasa en coche y se los tragan los garajes.
Mi calle es de acero y hormigón. Si las cuentas, hay cuarenta y cinco farolas diseñadas como para jugar a tiro al plato. Hay edificios sobrios, edificios emblemáticos y edificios inteligentes. Hay un edificio todo de cristal. Hay hábitats laborales y escenarios familiares. No hay ni un nido.
Y aquí estoy. Nadie viene a olerme. Nadie me echa su aliento, ni su lágrima, ni su papel de chicle, ni su parrafada, ni su pis. No escucho el bullicio, ni el runrún, ni el canto del músico melancólico, ni el chorrito de la fuente a la hora de la siesta. Para esto es preferible vivir en la fría Escandinavia.
El concejal de urbanismo firmó el proyecto urbanístico en su fase terminal: “…perseguimos la funcionalidad, la sobriedad, la modernidad... conjunto armonioso..., equilibrio de formas y materiales..., líneas definidas..., espacios diáfanos..., y un referente natural: magnolio o abedul con seto recortado de boj”.
No hay más que hablar. Por exigencias del proyecto, en esta calle mía tan seca sólo vive un árbol: yo. Esquelético. Enclenque. Depre. ¿Abedul o magnolio? Ya ni me acuerdo.