Estabas siempre ahí, observándome expectante desde la sombra de tu presunta comodidad, soslayada por las tareas propias de tu rutina y tu sentir, mientras aguantabas la respiración para tirar de recuerdos lejanos y planes incumplidos, unos por olvidados y otros por pospuestos. Así eras tú, mi primera maestra; mezcla de sal y viento del levante, curtida bajo el duro sol de La Isla de León. Así eras tú, cuando me contabas historias infantiles de santos, guerreros, mártires y héroes…esos de los que tanto gustabas hablar y que por toda la eternidad nos estarán mirando. Y es que siempre quisiste imitarlos…para conseguir esa vida serena y esa muerte santa y buena, que al final Dios te terminó concediendo, por insistente, como apuntaba tu poema favorito que, en pluma de José María Pemán, repetías:
“…Y a cambio de esta alma llena
de amor que vengo a ofrecerte,
dame una vida serena
y una muerte santa y buena.
¡Cristo de la Buena Muerte!”
Mientras, invertiste tu vida en construir la de los demás, dejando la tuya para luego, que es decir para nunca, como siempre hicieron las de tu estirpe, al modo de los artesanos que en los astilleros, se afanan por construir recios barco para que luego sean otros los que dobleguen galernas, conquisten imperios o amasen fortunas. Aun así, en cada bajel que soltaste en la mar, quedó un hueco -en el cuarto de derrota, donde el capitán atesora las cartas de navegación, el sextante y el astrolabio- para tu mundo y tus reflexiones, tu cultura y tu sabiduría, tu saber ser y tu saber estar.
Tú me enseñaste a aceptar que todo el mundo pierde con el tiempo, que no hace falta estar a punto de morir para empezar a pensar en Dios y que hay que brillar siempre, incluso con el alma rota; que aprender a olvidar es parte de la vida y que vivir siempre será mejor que observar, aprendiendo cada día de cada palmo del suelo que pisen tus pies desnudos…otro de tus hábitos africanos que también hice ya mío, como tantos otros, pues siempre estaremos unidos por lazos de sangre y de recuerdos, que ya son imborrables.
Así que ahora que ya donde estás lo ves todo claro, ahora que ya me conoces de verdad, ahora ya no me tengas en cuenta lo imperfecto que soy, los errores que cometo, los pecados que me habitan y las contradicciones que me sustentan…que también son fruto de ti. Al fin y al cabo, mamá, la vida se queda corta si no rompes alguna promesa, revelas algún secreto o incumples alguna norma; que todo ello forma parte del aprendizaje que conseguiste transmitirme…Porque tenías razón…nada te puede salvar de la muerte, pero sí de la vida. Esa vida que a veces duele y que siempre da miedo cuando reflexionas sobre ella, como hacías a menudo. Y es que tú me contaste, leyéndome ese hermoso libro a medio escribir de tus ojos azules, que el futuro es libre, por mucho que nos pese el presente; y que la vida no es tan importante cuando la comparas con el intenso infinito del Universo, donde ya descansas en Paz.
Un beso.