Amargarle las vacaciones a tus seres queridos. No saber si la culpa es tuya. Si has pecado gravemente y pagas. Si forma parte de un plan cósmico esotérico. Si el azar y la casuística se divierten contigo. Si no hay nada detrás. Pura estadística de siniestralidad. Pasos en falso fortuitos, sin concatenación ni alevosía. Dos resbalones. Dos muñecas rotas. Una donna inmobile. Yeso. Escayola.
Ahora soy consciente de cuántas acciones mínimas y asombrosas sabían urdir mis manos. Sé lo que significa carecer de destreza. Entiendo que existe un pensamiento relacionado con la acción y, si no actúas, no piensas. Se funde. Se apaga el proceso ante la inactividad, la inutilidad, la pasividad. Por eso, todo mi organismo se resistía al parón. Los pensamientos relativos a los quehaceres cotidianos, las tareas, los compromisos, el control... bullían, hervían y peleaban por impelerme a la acción. Tardaron en rendirse. Cuando ellos sucumbieron se hizo un silencio cerebral. Y supe que mis muñecas rotas eran mi naturaleza nueva. Mi identidad. Depender. Molestar. Pedir. Entorpecer. Cansar. Hartar. Hasta que llegó la fase de las grandes sorpresas. Y descubrí que ser cuidada por los tuyos abre una puerta de amor, otra de paz, otra a un paisaje cerebral inexplorado.
Porque existe otro pensamiento más allá de la acción, alojado en lo detenido. Quizás podría llamarse contemplativo, pasmado o propio de Babia. Esa fórmula reflexiva se precipita en la parálisis y con ella el cerebro se esponja, reblandece y expande por todo el orbe. Las cosas se vuelven parte que te atañe, y crees comprender, abarcar. Ser en lo demás.
Cuando pude pasar las páginas, las hojas tiernas, vinieron los escritores a acompañarme con sus miradas quietas y pensativas: Torrborg Nedreaas desde la luna helada, Christine Lavant con la sombra de sus ángeles dementes, Mircea Cartarescu soltando palabras como una lluvia de hojas crujientes. Busco vuelos fuera de la red, y así llego al país interior de Alfonsina Storni, a las praderas de Ruth Toledano y a los jaikus de Itziar Mínguez que le dan la vuelta al mundo. Soplan los ventiladores, aulla la reina bruja de nueva Orleans, repiquetean las historias con sus connotaciones persuasivas, acarician los poemas ajenos las puntas escayoladas de mis dedos. Y averiguo que no escribir con las manos te obliga a escribir con la cabeza, con los pulmones, los riñones y el corazón. Porque la escritura no es un trabajo manual. Es una clase de respiración, transpiración, transfusión o fotosíntesis. Te quedas manca y escribes, te quedas muda y escribes. Tal vez exista la escritura más allá de la muerte. Desde luego, la escritura coexiste en este mi verano sin manos. Entre dolores de la musculatura, declives del ánimo, indigencia personal, lecturas heteogéneas y viajes al centro de un planeta mental inexplorado.
Por eso no maldigo mi suerte. Tengo a mis dos ángeles enfermeros, cocineros, asidores. Tengo acceso al mundo de lo detenido. Y cuando regresen mis manos, les enseñaré a volar.