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ISSN 1989-4163

NUMERO 85 - SEPTIEMBRE 2017

Karl Marx Buchhandlung, Karl-Marx-Allee, 78, 10243, Berlin

Victoria Salvador

- Klaus.
- …
- ¡Klaus!
 -¿Eh?
- ¿Cuándo fue la última vez que estuvimos aquí?
- Querida, hoy estamos aquí.
- No, no, la última vez que realmente estuvimos aquí.

La pareja de turistas cuyo origen ni Klaus ni Helga acertaban a descifrar -él tenía un aire centroeuropeo, y ella hubiera podido ser francesa, pero hablaban un idioma con cierto parecido al alemán que no acababan de entender- habían entrado en la librería con una expresión de asombro y reverencia. Como se accede a un lugar buscado o soñado que nos abre las puertas en un tiempo equivocado, habiendo perdido ya su relevancia, pero sin dejarse por el camino su capacidad de seducción.

La encargada les dijo que eran los últimos días – el 1 de septiembre cerraban las puertas- y que podían comprar los libros que quisieran a un euro el ejemplar.

Solos, recorrieron con la mirada todas las estanterías, de marquetería de perfecta factura tal y como se hacía todo en la Alemania Oriental de los 50, durante la reconstrucción de un Berlín Este arrebatado de su historia. No dejaron un rincón del majestuoso espacio de techos altos y racionalistas simetrías sin fotografiar y se lanzaron, cada uno por su lado, a rebuscar entre los volúmenes que quedaban, sin ordenar por género, ni lengua, ni alfabéticamente. Ella era rápida, y sacaba algún ejemplar de tanto en cuanto de su estantería, a la vez que se entretenía colocando una araña de plástico, que había encontrado sobre la redonda mesita metálica de lectura, en el apoyabrazos del sillón en el que se acomodaba Klaus para hacerle una foto. El llevaba un ritmo más pausado, como si buscara un libro en concreto y no tuviera prisa alguna; las librerías moribundas ya no cuentan sus días y él había comprendido el mensaje.

Siéntate en uno de estos sillones de tapicería verde con el libro, cariño, que te haré tu nuevo retrato de profesor, dijo ella. De los dos, él eligió el de la derecha, el de Helga, que reconoció la tapa forrada de tela azul ultramar del volumen “Die UdSSR” que el turista había elegido. La encontró un poco descolorida. No. Muy descolorida.

- ¡Klaus! Dímelo ya.
- (arrastrando las palabras) El siete de marzo de mil novecientos ochenta y do-ooos. ¿Cómo puedes haberlo olvidado, Helga?
- No lo he olvidado, sólo lo he borrado de mi mente, Klaus. Como todo lo demás.
 
El turista se sentó y, abriendo el libro, ensombreció su semblante para parecer un profesional serio, mientras simulaba leer con gran interés. Ella le hizo unas cuantas fotos, dándole instrucciones para que no posara ni adoptara una postura acartonada, que él aceptaba sin rechistar. Al levantarse, terminada la sesión, un papel amarillento cayó de la página 73.

- Helga, eso pasó ya hace mucho tiempo.
- Todo el que llevamos tú y yo aquí, Klaus.

La pareja de turistas puso sobre la mesa cuadrada de madera clara los libros que habían elegido: algunos en inglés -¿sería por eso que ella dio una vuelta tan rápida, porque no entendía el alemán?-, algunos desconocidos y un par de viejas glorias de la literatura teutona. Salieron a buscar a la encargada, los pagaron y se fueron, no sin antes fotografiar el bar y las sillas, que, ante la incredulidad de Helga, fascinaban a la turista.

La encargada entró poco después a revisar las estanterías y recolocar algunos libros. Encontró “Die UdSSR” sobre el sillón verde y se agachó a coger el pedazo de papel del suelo, un recorte de periódico de al menos treinta años atrás.

 

“KLAUS HOFE Y HELGA STRUZS HALLADOS MUERTOS
El ensayista y la actriz han aparecido esta mañana sin vida en la librería Karl Marx, en la que ayer noche se le ofreció un homenaje al autor de “Die UdSSR”, entre otras muchas obras. Se desconocen aún las causas de su fallecimiento, aunque fuentes policiales apuntan a un doble suicidio.” 

- Klaus, cada vez viene menos gente a esta librería... ¿Te has dado cuenta?
- No.
- Ay, cómo eres. Pues yo sí. Tengo la sensación de que muy pronto estaremos completamente solos.

Aunque su primera intención era tirarlo, ahora la encargada no supo qué hacer con el papel. Lo releyó, fijándose en la fecha: ocho de marzo de 1982. Qué viejo, pensó. En 1982 a ella le faltaban aún diez años para nacer: era hija de una generación que no conoció el muro más que por los libros de historia en el instituto y que había sabido de la Stasi por la película “La vida de los otros”.

La encargada recogió el pedazo de periódico. Se lo llevaré a mis padres, se dijo. Igual ellos se acuerdan de esta gente.

Mientras, las lágrimas resbalaban por las mejillas de Helga.

Karl Marx

 

 

 

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