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ISSN 1989-4163

NUMERO 85 - SEPTIEMBRE 2017

Nuestra Casa en el Árbol

Rubén Castillo

Autora: Lea Vélez. Destino. 2017. 400 páginas. 19,90 €

Dejaré que sea Francisco Umbral (Mortal y rosa) quien lo diga: “Vives otras casas, las amueblas, las habitas, y algo te dice que no son tu casa. Entras y sales en ellas. Pero un día encuentras la casa, tu casa, la que te esperaba, ésa que teje en seguida en torno de ti su silencio, sus sombras, su polvo, su tiempo, y de la que ya no vas a salir nunca, a la que volverás siempre”. Lea Vélez nos plantea en este libro una variante creativa para esa búsqueda metafísica y feliz, que adorna y enriquece nuestra vida: construir dicha casa para sus hijos… La protagonista de la narración se llama Ana y es una joven viuda cuyos tres inteligentes hijos (Michael, Richard y María) no encuentran su sitio dentro del sistema educativo convencional, que constriñe su fantasía y se muestra incapacitado para adaptarse a sus necesidades. Así que adopta una decisión compleja pero necesaria: irse con ellos a Hamble-le-Rice, en el condado de Hampshire, donde se ubica un pequeño hostal que ha recibido como herencia. Se inicia así una aventura apasionante, en la que Ana tratará de conseguir que sus hijos crezcan en libertad y rodeados de todos los estímulos intelectuales que la escuela se resiste a ofrecerles. Desea que sus alas imaginativas no se atrofien y que las batan en todos los ámbitos de la existencia (“Quiero que uséis la inteligencia para lo prosaico porque lo prosaico es el noventa y nueve por ciento de la vida”, p.38); desea que escapen del esclerotizado ambiente académico que padecieron en España (donde sus profesoras “no eran profesoras como ese maestro que todos hemos tenido alguna vez y que nos cambió la vida. Ellas eran celadoras en la cárcel de las sonrisas, que es de lo que más abunda”, p.47); y desea, sobre todo y por encima de todo, que se sientan cómodos en el ámbito cálido de la familia, núcleo amniótico de la dicha (“La felicidad no se compra, la felicidad no se encuentra. La felicidad se transmite de padres a hijos”, p.94). En ese orden, la construcción de la casa en el roble se transmuta en sacerdocio, en dedicación exclusiva, en calor y en futuro. Ana desea ser feliz y que lo sean sus hijos; y para lograrlo convierte su vida en una sinfonía de risas, en un combate contra la mediocridad y el estúpido conformismo que les quieren inculcar desde fuera. Todas las líneas de esta novela rezuman ternura, firmeza y convicción. Todas sus acciones revelan el mismo fervor y se desarrollan con la misma intensidad: atornillar (“Un tornillo es una metáfora de la esperanza, porque un tornillo se puede desatornillar. Para construir una casa en el árbol conviene usar lentos, fuertes y penetrantes tornillos”, p.163), reír (“En la risa se olvida el mal. La risa es el brillo de las estrellas y somos una constelación cegadora”, p.268), criticar el sistema escolar (“El colegio solo les interesa a los adultos porque es la fábrica que se han inventado para hacer más adultos. A los adultos no les interesa que los niños seamos niños”, p.73) o extraer conclusiones inquietantes sobre la puntuación numérica que se adjudica a los niños en las aulas (“¿Quién es más inteligente, un niño que saca ceros en lengua y dieces en física o una niña que saca dieces en lengua y ceros en física? Quizá la niña es Virginia Woolf y el niño es Isaac Newton. Esa es la comparación que me interesa dejar clara, porque revela el problema”, p.346). Ana se verá acosada por docenas de dificultades para llevar a cabo su empeño, pero tiene un objetivo irrenunciable, saliniano: extraer de sus hijos su mejor versión, su más puro yo. El premio será descubrir que Michael, María y Richard llegarán a convertirse en adultos plenos y felices… Esta novela epistolar, memorialística, ensayística, divertida, sombría, aguerrida y lúcida llena los pulmones de aire fresco. Un magnífico texto para leer, pensar y releer.

Nuestra casa en el árbol

 

 

 

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