Antes de meterse en la ducha, Mariano retira las capas de film transparente que tiene alrededor de la barriga. Ha pasado la noche durmiendo con el abdomen envuelto en plástico. Quiere librarse de los michelines que le sobran y cree que eso le ayudará a eliminarlos. Evita mirarse al espejo porque odia su imagen. Desde niño ha sido bajito y rechoncho. A sus treinta y cinco años hay que añadir alopecia, miopía y un principio de piorrea. La última capa de celofán está completamente adherida a la piel y al despegarla se lleva algunos pelos con ella.
Una vez duchado, afeitado y vestido, va a la cocina. Llena la cafetera con agua del grifo, le pone un filtro de papel y añade café molido. Mientras espera a que el café se haga, recoge todos los dulces y bollería industrial que hay por las estanterías de los armarios y los mete en una bolsa de basura. Abre la nevera, pero está tan llena que necesitaría cinco bolsas más para vaciarla. Decide dejarla como está, ya se encargará de desalojarla en otro momento. La bolsa con los dulces la deja al lado de la puerta principal para que no se le olvide bajarla al contenedor cuando salga para ir a trabajar. No quiere tentaciones al alcance de la mano. Ya ha pasado por lo mismo varias veces. Se ha puesto a dieta, ha intentado cambiar los hábitos alimenticios y se ha prometido hacer ejercicio físico, pero al cabo de unos pocos días el hambre ha podido con él. Ahora se ha propuesto perder un mínimo de quince kilos y, esta vez, tiene la firme convicción de que lo va a conseguir. En las otras ocasiones estaba condenado de antemano. Sus motivaciones de entonces eran flojas y no estaban respaldadas por una base sólida. Las de ahora son poderosas. Recientemente se ha sentido atraído por una chica que trabaja de camarera. Sabe que perdiendo el peso que le sobra y mejorando su aspecto físico las posibilidades de ligar con ella aumentaran considerablemente. El borboteo del agua indica que el café está listo. Se sirve una taza y hace amago de bebérselo sin azúcar, pero al primer sorbo se arrepiente y le echa una cucharada, en vez de las tres que normalmente suele echar.
En el trabajo le han estado sonando las tripas durante toda la mañana. Está acostumbrado a un desayuno contundente y con un solo café en el cuerpo se siente sin fuerzas. La máquina con la trabaja es peligrosa y ha de estar atento a lo que hace. Meses atrás, en el turno de noche, un operario perdió un brazo en esa misma máquina. No puede permitirse despistes por estar pensando en comida. Mira el reloj, faltan veinte minutos para la pausa del almuerzo. Claro que él prescindirá de ese tentempié. Se ha prohibido comer entre horas. Limitará su alimentación al desayuno, a la comida y a la cena. Y éstas serán a base de ensaladas, verduras y pescado cocido. Fuera carnes y lácteos. De ahora en adelante no volverán a entrar grasas en su cuerpo. Pensar que no va a almorzar le deprime. Necesita animarse y ser positivo. Antes recurría a un pensamiento que siempre le alentaba en los momentos de bajón. Pensaba que, en su día, él fue el espermatozoide más rápido, más listo y más fuerte de entre todos los millones de espermatozoides que pugnaron por fecundar el óvulo de su madre. Él solo contra un ejército de iguales en una carrera en la que todo valía. Su presencia en este mundo estaba respaldada por aquel logro. Hasta que se dio cuenta que ser el campeón de los espermatozoides solo había sido el primer paso, quedaba lo realmente difícil, es decir, todo lo demás. Desde entonces no ha vuelto a apelar a ese pensamiento.
Mientras los demás almuerzan, él se aparta a un rincón de la sala con un libro. No le apetece demasiado leer, pero el libro actúa de barrera, un muro que le separa de la tentación. Los vacíos, ya sean del estómago o de lo que sea, hay que llenarlos con algo, él prueba con un poco de lectura. Más allá, se sienta Matías, el de mantenimiento. Viene de calentar un tupper en el microondas. A Mariano no le hace falta apartar la mirada del libro para saber que en ese tupper hay un guiso de patitas de cordero. Se lo dice el aroma que llega hasta su nariz. Seguro que están deliciosas con su salsita y su gelatina. Llega Benjamín, su colega, y se sienta a su lado.
-¿Qué lees?
Antes de que pueda contestar, Benjamín le quita el libro de las manos y él mismo lee el título: “Manual de seducción. Cien métodos para conquistar a la mujer de tus sueños”
-¿Se puede saber qué es esta mierda?
-Es solo por pasar el rato, ya sabes.
Benjamín le mira con la ceja levantada. Imagina que hay algo más detrás de la lectura de ese libro, pero no quiere presionar a su amigo y deja el tema. De una bolsa saca un bocadillo kilométrico, le quita el papel de aluminio que lo envuelve y le da un mordisco. Es de lomo con pimientos rojos. Debe de estar delicioso. Mariano no puede apartar la mirada de él.
-¿No vas a almorzar? –pregunta Benjamín con la boca llena.
-No, hoy no tengo hambre.
No quiere confesarle que se ha puesto a dieta una vez más, entre otras cosas, para no darle pie a que se burle de él y le recuerde sus anteriores fracasos.
-Pues parece que tus tripas dicen lo contrario.
Estando ahí, los sonidos, los olores y la presencia de alimentos son un estímulo que multiplica por cien el hambre que padece. Se levanta con la excusa de ir al servicio y sale de la sala. Entra en uno de los baños y echa el pestillo. Baja la tapa del retrete y se deja caer encima. Todo ese sacrificio solo por mejorar el aspecto físico. De pronto, el planteamiento le parece ridículo. Claro que si quiere tener una oportunidad con la camarera debe perder los kilos que le sobran. Sin pensarlo vendería su alma a cambio de que las mujeres lo vieran atractivo. Nunca en su vida ha tenido la atención de una fémina. Ni siquiera la tuvo de su madre, una mujer de otra época, estricta en todo y poco dada a mostrar cariño. Se incorpora y echa una mirada por el ventanuco que da al exterior. Llueve, pero no tanto como hace unas horas, cuando venían hacia el trabajo en el autobús de la empresa. Entonces sí que caía agua, tanta que apenas se veía la carretera. Se fija que en el campo de enfrente hay alguien con un chubasquero amarillo. El tipo está en medio de la maleza cogiendo caracoles y metiéndolos en una bolsa de plástico. Mariano imagina una cazuela llena, salteada con panceta, jamón y salsa de tomate. Sus tripas emiten un lamento que se escucha por todos los baños.
Aparta a un lado los restos metálicos y deja la pieza que ha salido del molde en un carro para que más tarde pase el control de calidad. Pone una nueva lámina sobre la base del molde inferior y pisa el pedal que acciona la plancha hidráulica del molde superior. Cuando éste se retira, aparta los restos, deja la pieza en el carro y vuelve a poner una lámina en la base del molde inferior. Por su cabeza no dejan de pasar hamburguesas, chuletas, pizzas, canelones, lasañas, salchichas, albóndigas… todo tipo de guisos, asados y una gran variedad de postres. Por el pasillo se acerca Tomás, uno de los encargados de calidad. Trae un carro con piezas defectuosas. Mala señal. Las piezas van con una rebaba que no debería estar ahí. Tomás le echa la bronca y le pide que esté más atento. Deja el carro junto a la máquina para que Mariano subsane el error y se retira por el mismo pasillo. Tener que lijar las virutas le va a retrasar aún más de lo que ya va. Si quiere llegar al tope mínimo establecido por la empresa tendrá que darse caña. Aunque ya va todo lo deprisa que es capaz.
Dos de la tarde. Termina la jornada laboral. Ha sido un día duro. Mariano desea llegar cuanto antes a casa y saciar su apetito, pero antes tendrá que pasarse por el mercado a comprar verduras, frutas y algo de pescado, lo que acumula en la nevera está fuera de la dieta. A un lado de la carretera está ardiendo un coche. Todos miran por las ventanillas del autobús que les lleva de regreso a la ciudad. Otro accidente provocado por la lluvia. A esas horas el tráfico es intenso en la nacional, para colmo, hay que sumarle los cientos de automóviles que salen y entran del polígono industrial en los cambios de turno. Seguramente el conductor del vehículo accidentado trabaje en una de las fábricas. Es posible que llegase tarde y pisó el acelerador más de lo que debería. No se le ve por ningún lado, solo a la policía acordonando la zona.
-Te imaginas que te quedas atrapado en el coche y te fríes dentro –dice Benjamín, imaginándose él mismo la escena.
A veces, Mariano se pregunta el porqué de su amistad con Benjamín. No tienen nada en común. Ni en hobbies, ni en deportes, ni en política, ni siquiera coinciden en sus gustos por la música o el cine. Quizás esté ahí quid de la cuestión: los polos opuestos se atraen. O puede que solo se deba a que Benjamín está mucho más gordo que él y estando juntos no se siente tan acomplejado.
En el mercado, frente a la pescadería, no ve nada que le guste. Le ha pasado lo mismo cuando intentaba decidirse por unas verduras. Toda una vida ejerciendo de carnívoro engancha y se necesita voluntad y tiempo a la hora de cambiar los hábitos. Finalmente se decide por un triste lenguado.
Ha acabado de comer hace poco, no obstante, siente una especie de vacío en el estómago que no es hambre, pero se le parece bastante. Echa de menos la contundencia de la carne y la espesura de las salsas. No quiere pasarse la tarde pensando en comida. Decide mantenerse ocupado. En cuanto abren la peluquería del barrio baja a que le rapen la cabeza. Como es el único cliente, el peluquero procede a pelarle de inmediato, de hecho, termina de pasar la maquinilla mucho antes de que Mariano pueda acabar de leer unas recetas que vienen en una revista del corazón.
En la calle llueve demasiado para estar dando vueltas. Se acerca a los soportales de la Gran Vía, donde están la mayoría de tiendas de moda. Está tentado de entrar en una y probarse unos vaqueros, pero se echa atrás. En las próximas semanas perderá peso y es mejor esperar hasta entonces. En vez de eso, visita una óptica. Quiere librarse de las gafas de pasta y sustituirlas por unas lentillas graduadas. Sin duda, eso mejorará su aspecto físico. Le pasan a una habitación aparte y allí le hacen varias pruebas con distintas lentes, hasta que finalmente dan con el grado de miopía de cada uno de sus ojos. Las lentillas no estarán listas hasta dentro de un par de días, mientras tendrá que seguir llevando gafas. Sale de la óptica satisfecho consigo mismo. Está dando los pasos adecuados. Dicen que el primer día de dieta es el peor, pero él lo va llevando bien. De pronto, le llega un aroma que despierta su apetito. Un poco más allá, la dueña de la churrería acaba de echar a la sartén la primera remesa de churros. Como una polilla ante la luz, Mariano se queda parado delante del chiringuito. Lo que daría por comerse un par de docenas de churros untados en chocolate caliente. Antes de ceder a la tentación se aleja de allí a toda prisa. Necesita motivarse de nuevo, por eso se dirige al bar donde trabaja la camarera.
Entra chorreando. La camarera le da la bienvenida y le tiende un paño limpio para que se seque por encima. Ese detalle no lo tiene con cualquiera, piensa Mariano. Al fondo, Benjamín echa una partida en la Pinball. Él siempre es el primero en llegar y el último en irse. Puede decirse que pasa más horas en el bar que en su propia casa. Por ahora, son los únicos clientes. Pronto empezarán a llegar los parroquianos habituales. El garito es el típico pub pasado de moda, es decir, un sitio con poca luz, decoración discutible y música decente. Anteriormente lo llevaba Pascual, un antiguo hippie que en los años setenta llegó desde Murcia y se instaló en el barrio de por vida. Hace un par de meses se jubiló y en vez de cerrar, contrató a una camarera de buen ver para continuar con el negocio.
-¿Te pido algo?
-Estoy servido, gracias –dice Benjamín, señalando un botellín de cerveza que reposa sobre la máquina.
Mariano pide un zumo de piña. Otro de los inconvenientes de la dieta es que la cerveza también está descartada del menú. La camarera le pone la bebida y él le devuelve el paño con su mejor sonrisa. Después ocupa la mesa que esta junto al Pinball.
-¿Se puede saber que cojones estás bebiendo? –pregunta Benjamín, extrañado de que su amigo no se haya pedido una cerveza, que es lo que siempre bebe.
La puerta se abre y entran jóvenes. Se acercan a la barra y piden. La camarera no les ofrece ningún paño para que se sequen, un detalle que no se le escapa a Mariano. Benjamín acaba la partida y se sienta junto a su amigo.
-¿Si tú fueras Neo, ya sabes, el prota de Matrix, qué pastilla elegirías?
Mariano está pendiente de los movimientos de la camarera y no presta atención a la pregunta.
-¿La roja o la azul? –insiste Benjamín.
-Me tomaría las dos, a ver qué pasa.
Los chavales cogen su bebida y van a sentarse al fondo. Mariano se levanta y se acerca a la barra. Quiere entablar una conversación con la camarera. Solo se ha dirigido a ella para lo meramente profesional: pedir bebida y pagar bebida. Ahora quiere ir un poco más allá. La aborda con lo primero que se le pasa por la cabeza.
-Esto que está sonando me gusta mucho. ¿Qué grupo es?
La camarera le informa del intérprete y de los discos que ha sacado. Le hace algunas recomendaciones. Incluso, se ofrece a grabarle un cd con sus canciones favoritas. Mariano no puede creerse la suerte que tiene. La vida, a veces, es maravillosa, piensa. Regresa a la mesa con una sonrisa de oreja a oreja. Benjamín, que no es tonto, se queda con la movida.
-Ahora comprendo lo del almuerzo, lo del libro y lo del zumito.
-Vale, me has descubierto.
-¿Te has puesto a dieta por esa tía?
-Sí ¿Qué pasa?
-Pasa que está casada, capullo.
-¿Cómo lo sabes?
-Por que vive en mi calle y la he visto miles de veces con su marido y con su hija.
-¿Tiene una hija?
-De nueve años…
En verano la lluvia dota a las calles de frescor y bienestar. En invierno, las impregna de una tristeza sólida e indeleble. Mariano está harto del frío y la rutina de los días lluviosos, harto de ser un perdedor, de su vida en general. Nada más llegar a casa, va a la cocina. Del cajón de los cubiertos coge una cuchara. Acerca una silla y toma asiento frente a la nevera. Del interior saca una cazuela. No se molesta en calentar el guiso, come directamente del recipiente. Arrebaña el fondo y luego sigue con el contenido de uno de los tupper. Cuando acaba, alcanza otro. Mientras, la ropa y el calzado gotean en el suelo, dejando pequeños charcos sobre las baldosas.