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ISSN 1989-4163

NUMERO 85 - SEPTIEMBRE 2017

Una Función con Vistas... a la Calle

Luis Arturo Hernández

   Asomada a un balcón de un primero en una fachada de ladrillo a cara vista, una mujer interpela a la gente que va congregándose en la acera peatonalizada una tarde de verano.

  ¿Será una lideresa justicialista? No, puesto que estamos en Vitoria. ¿O será un Celedón legetebintersexual, réplica del marote que se descuelga por el riel de una maroma desde la torre de la iglesia de San Miguel, para transmutarse, en el balcón de un primero de la Plaza —¡caramba, qué coinsidensia!, dirían Les Luthiers—, en un pasmarote de carne y hueso, en vísperas de  las Fiestas de la Virgen Blanca? Tampoco. Es una vecina de aquí, haciendo lo que tantas y tantas quisieran haber hecho un buen día: el espectáculo de un monólogo exterior —sus penas y fantasías— que convierta su vida cotidiana y anodina de camarera de habitaciones de una pensión en puro teatro de cámara —su ilusión hecha realidad a la vez—, desde su propia ventana y balcón. Es Zuridonna —fruto femenino y neomitológico de la Virgen Andra Mari Zuria y Celedón, el aldeano alavés— y lo suyo, puro teatro con vistas… a la calle, sin pisar la acera. Y una actriz: Carmen San Estespis.

    Y ese extrañamiento no hace sino escenificar la condición teatral de la vida pública, enmarcar entre las cortinas —que no telón— de la hornacina, si acaso entre visillos, su “reteatralización”. Y en esa cazuela de corral de comedias, Zuridonna —y teloneros— se alza empoderada sobre los mosqueteros del patio, mirones observados por ella desde el mirador, títeres, fantoches, marionetas, marotes y pasmarotes cuya cabeza se articula con los hilos de la trama dramática, con la tramática festiva de su pregón reivindicativo contra el machismo, por la igualdad entre los sexos y el amor en sus diversos formatos.

    Y es que la máscara teatral de la actriz permite a cada espectador tomar conciencia de su persona —‘máscara’, en latín—, de su condición dramática, cómica, melodramática, sainetesca, grotesca o  patética—peripathética o pathológica—, en un viaje entretenido en el tiempo, interpelado desde un palco —o un aposento, nuca mejor dicho,  como en los corrales del siglo de oropel y ¡mucha mierda!—, desde un rojo escaparate de barrio chino que, al descubrir la intimidad del personaje mediante una máscara de carnavalada teatral,  desnuda al espectador, al pie de la entrada al abrigo de una cavernícola urbana, haciéndolo bululú de sí mismo —o ñaque en pareja, o gangarilla o cuadrilla, “y por ahí todo seguido”, como diría el maestro Umbral—,  vista y no vista, Zuridonna, en el vano de la ventana de una estación —del vía crucis de una mujer— del tren, ante la pensión coja de la Rue del Percebe —o la rue Simon-Crubellier, con el folletín de instrucciones de uso para La vida de Perec— entre pasajeros de llegadas o salidas, al pie de El Andén.

   Pero, ay, esa interacción, la dichosa y tan cacareada participación —acto hegemónico de la intérprete sobre el espectador, desde una posición de poder que en la atalaya de su mirador convierte al mirón en un monigote—, rara vez resulta recíproca e, incluso, se le antoja al mirón que cuando mira cara a cara y amortiza el espectáculo que se le brinda, embelesado por la transfiguración de la intérprete, muy mirada, ella interpretara como acoso visual políticamente incorrecto tamaña admiración, cuando su función consiste precisamente en encarnar, exhibiéndolo, su personaje en el vano… de las vanidades.

   Y eso, mutis. Porque tal interacción muy rara vez asume la interpelación por parte del espectador, salvo el aplauso —ni siquiera el pateo, el abucheo o el silbido de antaño—, sea motivado, sea de cortesía rendida al esfuerzo y el talento, y ya incluido en el guion.

   Ovación. Bravos desde la barra brava. Persiana. Oscuro.

 

Zuridona

 

 

 

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