¿Quién Dijo Miedo?
Juan Planas
Volví a abrir los ojos al horror, el jueves pasado, casi a las cinco en punto de la tarde, y aún no los he podido cerrar. Supongo que las televisiones ya habrán acabado de entrevistar a todos los testigos que no vieron absolutamente nada, cuando La Rambla de Barcelona se convirtió en la autopista de la muerte y no había barreras de hormigón ni jardineras cerrándole el paso. Acabo de ver esas barreras arquitectónicas aquí en Palma, en San Miguel o en Porta Pintada, y he sentido, a la vez, cierta tristeza y cierta alegría, porque nada, a fin de cuentas, pasa en balde y muy pronto habremos aprendido a movernos sigilosamente entre las trincheras y los cadáveres, entre las trincheras y el odio, entre las trincheras y la ficción de esta sucia guerra donde la victoria y la derrota son casi la misma cosa, entre las trincheras, las zanjas, los fosos y el vacío indecible, la indetectable nada absoluta.
No he dicho, en cambio, ni una palabra, no he hecho ni un solo comentario, no he querido sumarme a ninguno de los coros de un lado o del otro que están arrasando esa especie de rambla ennegrecida y calcinada que son las redes sociales, esa rambla enloquecida y atropellada donde alguna inercia, de la que ignoro su auténtica substancia, parece obligarnos a lanzar constantemente la metralla ruidosa de nuestras opiniones personales, como si fueran piedras, misiles teledirigidos con la peor de las sañas -qué mala baba suele tener la ignorancia- hacia una diana imaginaria, hacia un enemigo que tampoco sé si existe, mientras escondemos, cómo no, rápidamente, la mano.
«No tengo miedo», clama ahora la multitud envalentonada. «No tinc por», cantamos ahora quienes no paramos de correr cuando la muerte nos estaba persiguiendo a todos y el mosaico de Joan Miró, esa constelación de ladrillos tan irregulares como la vida misma, nos acogía finalmente convertido en un altar de velas encendidas en honor de las víctimas, en un amasijo de plegarias, en un bodegón de flores y peluches; la muerte, por desgracia, nunca deja de perseguirnos igual que nunca nos abandona el miedo auténtico, el miedo humano de no saber qué nos aguarda al final, cuando el cuerpo deja de latir y el frío suple nuestra fiebre de siempre, para siempre. ¿Para siempre? Seré sincero. Creo que tengo miedo, pero que estoy dispuesto, pese a todo, a seguir viviendo como si no lo tuviera, porque la vida, a fin de cuentas, es sólo un juego de tahúres en el que tan importantes son las cartas descubiertas sobre la mesa como los ases escondidos en la manga, las buenas bazas que el azar, a veces, nos proporciona como el perfume embriagador de las flores, esas artimañas, esos faroles deslumbrantes con los que intentamos (y, en ocasiones, hasta logramos) enmascarar la tragedia.
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