Fabrice coge el cigarrillo del cenicero incrustado en el tablón del teclado y se lo acerca a la boca, justo a tiempo de terminar el último acorde de Ô peuple fidèle, con el que termina el Sacramento de la Comunión. Desde su posición elevada en el palco del órgano, observa los bancos en un discreto segundo plano…pasa desapercibido aún a la vista de los feligreses, fumando sin permiso y sin que nadie se de cuenta…testigo y cómplice mudo del pasar de sus vecinos…nacimientos, procesiones, bodas, funerales; miradas, desencuentros, saludos hipócritas, despedidas sinceras…él es conocedor de la vida y miserias de todos los que abarrotan -un día de precepto como hoy- la capilla de Notre Dame de Lorette. Allí se juntan penas y alegrías, traiciones y odios, falsedades y heroicidades, sacrificios y abusos, mezclados con la Fe perdida, la Esperanza sin sentido y la Caridad mal entendida de la mayoría de ellos…y el martilleante tintineo del paso del tiempo que no cesa. Eterna rutina escasa de alicientes, que nos lleva a estar muertos desde tiempo, sin siquiera saberlo. Bueno; él tiene un aliciente, el único. Se llama Odette y está ahora muy cerca de él, aunque no se miran. Piensa en ella, e inhala con ansia el humo del tabaco, dejándolo escapar suavemente entre los dientes, difuminándolo; así no lo ve el Presbítero de Yssingeaux -el padre André- y además le tranquiliza. Apoya la lengua en el paladar, saboreándolo mientras se mezcla lentamente con el humo más denso y oscuro que sale de las innumerables velas que le rodean, y que al pasar a través de los rayos de sol coloreados por las vidrieras polícromas, dibuja formas caprichosas que al subir parecen llegar hasta el Cielo. Pasa a la siguiente partitura, y por fin se atreve a mirar de reojo a Odette, que se encuentra a nivel del suelo, en la segunda fila de la izquierda, junto a la nueva sacristía. Ella está de rodillas y dos pequeños la flanquean. Reza penitente, aunque no ha comulgado. Lleva un mes sin hacerlo. Su perfil es elegante y silencioso; por su pose y extrema delgadez, parecería una garza a punto de atrapar un pez. Sostiene el misal y el rosario entrelazado entre los dedos, con sus pequeñas manos ocultas por guantes de encaje, a juego con su velo negro; a través del cual Fabrice ve brillar sus dilatadas pupilas, en la semipenumbra, cruzándose con las suyas unos instantes. Ella disimula, pero desde la distancia él nota que su pecho se hincha algo más al respirar, ocultando el rubor de algún recuerdo reprimido.
La iglesia está repleta, el olor a incienso y cera embriaga la parte inferior de la bóveda. Un coro de voces infantiles, acompañado por la mayoría de los presentes, comienza en latín el Veni Creator Spiritus, propio del domingo de Pentecostés. Y es que hoy, 19 de mayo de 1918, la flor y nata del pueblo con sus mejores galas, está presente en la capilla de la villa de Saint-Pal-de-Chalencon. Hay cosas que celebrar; los alemanes han fracasado en su ofensiva de Kaiserschlacht, y empiezan a replegarse; el Barón Rojo ha sido por fin derribado en la Rivera del Somme, y casi todos los oficiales y soldados vivos del pueblo disfrutan de unos días de permiso en casa. Hoy los burdeles de la zona no darán abasto. El presbítero André, antes de la bendición final, arenga a esos valientes en sus palabras de despedida –todos forman en los bancos de la derecha con sus inmaculados uniformes condecorados- a seguir sin denuedo en la cruzada contra los enemigos de la civilización; a la vez, intenta reconfortar con la satisfacción del deber cumplido, a todas las viudas de guerra que se sientan en la primera y segunda fila de la izquierda, junto a la nueva sacristía, y que acompañadas de huérfanos de todas las edades enfundados en sus trajes de domingo, escuchan de pié desde la seriedad y el silencio.
Esta noche de Domingo de Pentecostés, está colgado el farol de color azul en Le petit chat rouge, con lo que solo pueden entrar oficiales, tanto franceses como británicos. Hoy mismo y después de la misa, médicos militares han revisado a todas las meretrices del local, con lo que se puede ir tranquilo al mejor burdel de todo el distrito de Yssingeaux, que además de presumir de renovar frecuentemente la plantilla, ofrece a sus distinguidos clientes el mejor y más picante vodevil con las coristas más atrevidas. El humo de pipas y cigarros sube hasta las multicolores lámparas tiffany que salpican todo el local, reflejando su luz en los espejos y en las pulidas mesas de mármol, mientras las putas ofrecen su alma en forma de sonrisa forzada -por tan solo diez francos- en escasa y colorida ropa interior de gasa y terciopelo. La mayoría de las nuevas son viudas de guerra, en espera de la pensión del ejército que nunca llega, buscando lo que sea para alimentar a su prole. Una de las nuevas, Odette, no termina de acostumbrarse, aunque ya lleva un mes, y mira de reojo angustiada al pianista, que desde la tarima, junto al escenario, anima con sus acordes la alegre velada; éste le baja la mirada y tras una calada comienza a tocar Mademoiselle voulez-vous, alegre canción infantil que en seguida es cantada a coro por casi todos los presentes.
El padre de Fabrice siempre quiso que su único hijo fuera soldado. Le contaba historias de la guerra en la que luchó contra los prusianos, y de la que Francia salió humillada en 1870, costándole el Imperio a Napoleón III. Por esa razón le obligaba a correr desde pequeño, al amanecer, durante horas por el bosque cercano a su casa, tronara o hiciese sol; así estaría preparado para los agotadores ataques a la bayoneta en los campos de Alsacia o Lorena, cuando Francia volviese a enfrentarse a los alemanes; así su hijo podría cambiar la historia de vergüenza que él no había sido capaz de evitar. El pequeño volvía llorando, magullado y cansado. Y más de una vez le echó valor para gritarle a su padre que no; que él no quería ser soldado, que sólo quería ser un niño. Ahora no es ni una cosa ni la otra. Ahora sólo es el tullido que se destrozó la pierna en una de esas carreras, con 12 años, y que para mal vivir toca el órgano en la iglesia por las mañanas, y el piano en el burdel por las noches, hasta el alba.