¿Somos Jonás los hombres,
bocados sempiternos
de la mar y sus brújulas marchitas?
[Galería de placentas
erguidas en la niebla:
un no hacer
que ensancha las orillas].
Ballenantes procaces,
¿eso somos?
entre esta entraña inmensa
de agua turbia
y aquella costa falsa.
Somos Jonás los hombres,
cuerpo inútil
ensayando a cumplir
cosas de dioses.
Suponemos al mar (médula viva)
como continuación del gran acuerdo
entre una mente tácita / profética
que necesariamente nos observa
y el soplo existencial de algún milagro.
Pero en la realidad de tierra firme
no nos aguarda, no,
la ubre testamentaria
que desparrama leche, fruta, miel,
sino una noche densa,
desapacible,
oscura,
huérfana de asideros,
abismo
donde todos los nombres se desfondan
y convierten la vida
en hondonada cruel
que a la vez nos engulle y regurgita.
¿Qué tal
y el Dios al que tememos
no es un dios,
y la bestia ejemplar de nuestra historia
es un pez dulce
sin gula ni ademanes de epopeya,
y el heroico Jonás
es sólo un pescador de aguas tranquilas
cuya fe se reduce
al flujo y la resaca?
O vayamos a otro extremo:
pensemos que Jonás es Ahab el marinero
(no Ismael)
tratando de domar a Dios desde su entraña seca de albedrío
en la personificación de una ballena.