De inmediato, tras el atentado de Barcelona, surgieron los almuecines de la cristiandad, los banderines de enganche de la Reconquista, siempre prestos para la lucha, con la condición de que la lucha, personalmente, les pille bien lejos. El primero de ellos, Isabel San Sebastián, ni siquiera se molestó en expurgar el anacronismo cuando escribió, en un tuit incendiario, que a los musulmanes ya los habíamos expulsado una vez y que ahora nos tocaba la segunda. Recordaba a Torrente en la escena del avión, cuando empieza a mascullar: “Morosssss, morossss“. No especificó si los islamistas de la época eran los Almohades, los Almorávides, los Benimerines o el Califato de Córdoba, pero quedaba claro que ella misma se reservaba el papel de Isabel la Católica, quien, según la leyenda, prometió no ducharse hasta la toma de Granada. El mensaje fue ampliamente respaldado por la cofradía habitual del Capitán Trueno.
Habría que ver cuántos de estos bravucones radiofónicos, de tener la oportunidad de marchar a Siria a combatir con un fusil en la mano, no declinarían amablemente la invitación por motivos de edad, de salud, defectos físicos o cuestiones de agenda. Con no menos celeridad intentarían que tampoco sus hijos aprovecharan para ponerse en primera línea de batalla, más que nada porque el enemigo no suele preguntar por el currículum, la cuenta corriente o el enchufe. Son soldaditos de fogueo, clavaditos a aquellos vecinos meticones de Sin perdón, los cuales, durante el tiroteo final, tras la arenga homicida de William Munny, le señalan al alguacil la amenazadora sombra tras la lluvia, y cuando el alguacil les ofrece la escopeta para que prueben puntería, ellos dicen que no, que son más de no dar trigo.
En efecto, el 99% de quienes dicen “tenemos que pelear” contra los moros, en realidad lo que quieren decir es que pelee otro. Son españoles hasta la médula para cualquier cosa excepto para eso de derramar sangre por la patria, donde no les importa que la sangre sea de importación, de magrebíes o de sudamericanos. Recuerdo una de esas afables tertulias de Intereconomía en las que se me ocurrió comentar que quienes más ansia tienen por empezar una guerra suelen ser no sólo cobardes certificados sino aficionados sin la menor idea de lo que es una guerra. Cité al general Norman Schwarzkopf, comandante en jefe de las fuerzas de la Coalición en la primera Guerra del Golfo, quien criticó agriamente la intervención estadounidense en la segunda y el entusiasmo bélico del presidente Bush Jr. con una frase mítica: “Este hombre es peligroso, le gusta la guerra”. Comenté de pasada que, al igual que otros muchos alabarderos de las armas y fanáticos de la mano dura, el ínclito José María Aznar se había librado del servicio militar quizá por exceso de bigote. Fue entonces cuando saltó como un resorte Gustavo de Arístegui preguntándome en cuántas guerras había estado hasta la fecha. Le respondí que una de mis prioridades diarias, desde el momento en que me levanto de la cama, consiste en intentar no acudir a ninguna guerra; yo, a diferencia de él, por aquella época veraneaba en Benidorm, no en Oriente Medio.
El uno por ciento restante está compuesto íntegramente por José Manuel Soto, el audaz cantante sevillano, quien ha lanzado una proclama en su cuenta de twitter donde reclama en primera persona del plural y del singular el reinicio de las Cruzadas. “Yo prefiero pelear” dice Soto, sin especificar si va a hacerlo en directo o en playback, con micrófono o a pelo. Desde el Ministerio de Defensa, Cospedal está planeando bombardear al ISIS con discos de José Manuel Soto, si es que lo permite el Protocolo de Ginebra sobre armas químicas y biológicas.