Mientras las televisiones, insaciables, tenían a bien mostrarme la agonía en directo de una persona prácticamente enterrada bajo un montón inaguantable de piedras, ladrillos, hierros retorcidos y escombros, no pude sino acordarme de la mínima experiencia de claustrofobia que padecí hace años subiendo hasta la cúpula de la Basílica de San Pedro, en Roma, a través de unos agotadores pasadizos infernales que, en determinados momentos, se ladeaban y estrechaban muchísimo convirtiéndose, casi, en la visión mutilada, en la sensación asfixiante, en la premonición exacta de un ataúd.
Con todo, no pretendo establecer ninguna comparación, por supuesto, entre la horrible catástrofe que se está padeciendo en el centro mismo de Italia y esa simple, y acaso oportunista, constatación de que no siempre el turismo es agradable ni tampoco placentero, en absoluto. Hay algo de ese antiguo instante de pánico, de vértigo, de horror acelerado en los sentidos que regresa a mí cuando observo, ahora, de qué modo tan cruel la naturaleza se acaba rebelando, no importa si consciente o inconscientemente, contra el hombre, contra su sedentaria y laboriosa forma de vida, contra su lento ir acumulando tesoros, piedras y también laberintos, contra su monomanía de construir fortalezas, templos y torres, ciudades y pueblos, zigurats de Babel, monumentos de confusión, de temor a Dios o, quizá, de revuelta.
Resulta, en definitiva, que la catástrofe ha sucedido aquí al lado igual que podría haber sucedido aquí mismo; o no, no del todo. La tierra es una ordenada sucesión de placas tectónicas en precario equilibrio sobre un extraño fondo ígneo. La tierra danza sobre el fuego de la misma manera que nosotros danzamos sobre ella, mientras observamos el revuelo geométrico de las constelaciones en el cielo o atravesamos el horizonte curvo e invisible de los mares y nos dejamos vencer por los sueños que construimos. Nos gustan mucho los sueños. Lástima que tan sólo nos pertenezcan mientras los soñamos y ni un instante más. Ni uno.
Pero no todo iban a ser malas noticias. Según los expertos no es muy probable una catástrofe sísmica tan grave en nuestro archipiélago y yo bien que me alegro, porque no creo que quedase nada en pie de nosotros ni de nuestras circunstancias. ¿Sobreviviría tal vez, ay, mi casa? ¿Aguantarían la Catedral, la Lonja, el Castillo de Bellver, la Almudaina? ¿Sobreviviría a la debacle el monolito de Sa Feixina? ¿Y qué sería, en fin, de nuestros magníficos jardines privados en el Palacio de Marivent? ¿Continuaría en pie, es un por decir, el edificio singular de GESA? Creo que, al menos, quedaría incólume e invicto el mayestático Palacio de Congresos para que todos vieran de lo que fuimos capaces de construir sin llegarlo a utilizar nunca correctamente.