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ISSN 1989-4163

NUMERO 75 - SEPTIEMBRE 2016

Rabietas Olímpicas

Itziar Mínguez

 

     

He querido dejar pasar unos días y contar hasta un millón antes de escribir este texto para no contaminarlo con el eco de las rabietas que he tenido durante la celebración de los Juegos Olímpicos de Rio 2016. Me encantan los Juegos Olímpicos. Cada cuatro años me quedo literalmente pegada a la pantalla viendo bádminton, vóley playa, baloncesto, natación, gimnasia rítmica, balonmano, tenis, atletismo –sobre todo atletismo-, halterofilia, tiro y todos los deportes que después vuelven a desaparecer de nuestras vidas durante los cuatro años de reinado del todopoderoso balompié también conocido como fútbol.  Me emociona el deporte, tal vez porque nunca he sido buena en ninguno; me gustan los valores que se desprenden de la práctica del deporte: la superación, el compañerismo, la rivalidad, el esfuerzo, el sacrificio. Hay pocas cosas que me encojan más el estómago que la imagen de una derrota o la celebración de una victoria. Ambas me emocionan por igual porque ambas apelan a experiencias que hemos vivido y nos ponen en el lugar del vencedor y del vencido. He disfrutado muchísimo, en todas las disciplinas y competiciones, fueran de la bandera que fuesen aunque  –y a pesar de que alguien no lo entienda- es humano sentir empatía por los deportistas de tu país. Habrá quien defienda lo contrario con argumentos igual de válidos. Lo entiendo y respeto pero no es de eso de lo que quiero hablar.

Mi pasión por los Juegos Olímpicos viene desde Moscú 1980 y se acrecentó en Barcelona 92 cuando formé parte del programa de voluntariado gracias al cual pude vivir una de las experiencias más bonitas de mi vida: portar la antorcha olímpica, recibir y dar ese fuego sagrado por las montañas de la Euskadi más profunda. Esa antorcha, que sigue en mis manos, es uno de mis tesoros más preciado. Desde entonces he sido espectadora de todas las citas olímpicas, disfrutando con las victorias y sufriendo las derrotas de muchos deportistas a los que admiro.

Este año he sido de los que ha puesto el despertador a las tres de la madrugada para ver a Bolt corriendo y no me he perdido ni una de la actuaciones de Phelps. He llegado a creer que Simone Biles es de otro mundo, es difícil asumir tanta belleza. Ha habido momentos épicos en estos juegos, en muchos de ellos no he podido evitar las lágrimas y yo, que soy detractora de himnos y banderas, me he sorprendido sintiendo todos los colores y escuchando todos los himnos como propios, debe de ser que en el fondo, muy en el fondo, me siento parte de la Humanidad, así con mayúsculas y más allá de banderas e himnos, es más, como si estos que tantas veces nos separan y enfrentan –himnos y banderas- se hubieran afanado en unificar sus colores y sonidos para convertirse en una sola bandera y en un mismo himno.

Larga introducción, lo sé, para postergar lo que quiero decir desde el principio. Y es que quiero hablar de las mujeres y el deporte. Quiero hablar de su esfuerzo, de su recompensa, de sus derrotas, de la terrible dificultad de llegar ahí en contraste con el camino mucho más allanado –aunque muy difícil también- de los deportistas hombres. Es así. No nos engañemos. Constato un hecho y me uno a las críticas que mucha gente ha hecho:  el vergonzoso trato por parte de los comentaristas deportivos y medios en general de la gesta que las mujeres han hecho en estos Juegos Olímpicos de Río 2016. Las medallas de ellas no valen más, es verdad, pero cuestan más. Nadie puede negar eso. Mentiría si dijera que conocía los nombres de muchas de esas mujeres (Chourraut, Mireia Belmonte, Eva Calvo, Carolina Marín…) que se han colgado un metal en estos días. Sólo después, cuando bajaban del podio me enteraba de algunas cuestiones que había detrás. Poco se supo en su día del abandono de Ruth Beitia tras el cuarto puesto en Londres 2012. Y nada hubiéramos sabido si su tesón y esfuerzo no hubiera tenido la recompensa que ha tenido con el oro de Rio. Habría sido la suya una retirada modesta y sin cobertura mediática –nada que ver con el ruidoso adiós de algunos futbolistas o tenistas hombres- una retirada silenciosa después de 26 años de lucha y sacrificio. Frente a Ruth o junto a ella -la deportista que se retira victoriosa en el tramo final de su vida deportiva- está Carolina Marín, la promesa efervescente que aterriza pisando fuerte en el deporte de elite. Carolina Marín, una fiera que se ha colgado el oro, siendo la primera que consigue arrebatarle el cetro a una asiática, pero de la que por desgracia hemos leído titulares lamentables como aquel que dice: “La niña que admira a Nadal” o “Rivas, el hombre que convirtió en oro las rabietas de Carolina”. ¿Es decente que sean estos los titulares con los que se hace eco un diario de la consecución de un oro olímpico? Me parece que no. En ninguno de los dos titulares aparece Carolina Marín como la protagonista. En el primero es Nadal quien acapara el titular (no es culpa de él sino del periodista) y en el segundo, mejor no añadir más. Tuvieron que retirarlo a las tres horas y habría que retirar algo más que ese titular. Y es que se ha hablado mucho del carácter de Carolina, sin conocerla, de sus gritos para celebrar sus puntos logrados o los puntos fallados de la rival, de su vehemencia en la expresión del triunfo. Más que hablarse se ha criticado. Nunca he oído hacer lo mismo con la eufórica expresión con que celebra un punto Nadal a quien admiro profundamente. Tampoco he oído mucho de Lidia Valentín y su bronce dorado, de cómo ha llegado hasta ahí pero sí he escuchado mucho sobre sus muñequeras rosas y su cinturón de Hello Kitty. Por no hablar de las jugadoras de baloncesto español (soy fan absoluta de ellas por cuanto me han hecho vibrar) cuyos partidos se emitieron por la residual Teledeporte hasta que jugaron la final y tuvieron la decencia de emitirlo por la primera. No pasó lo mismo con los chicos de basket, todos sus partidos podían verse en la primera. Referirse a las jugadoras de la selección femenina de baloncesto como “las niñas” es de un paternalismo difícil de digerir.

Son deportistas de elite. Son profesionales. Son las mejores en lo suyo. Están ahí porque han conseguido clasificarse superando las mismas dificultades que sus compañeros pero el eco de sus victorias y el dolor de sus derrotas todavía no suena igual. Todas ellas han dado las gracias a sus equipos, a sus entrenadores, todas han dicho que esa medalla no les pertenecía solo a ellas. Una vez escuché decir a Fernando Alonso que él no le debía nada a nadie. Pensé que pocas cosas puede haber más tristes. Espero que, con las críticas, alguien aprenda algo de aquí a 4 años. Y ahora ya podemos dejar el pódium que hay que bajar a tierra para chutar un balón. 4 años de reinado futbolístico. Dioses del resto de deportes, regresad a vuestro Olimpo. Aquí os esperamos, intentado transformar –cada una la suya- nuestras rabietas en oro.



 

 

Carolina Marin

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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