Ayer descubrí que el Paisito en Funciones ha vuelto a batir el récord de visitantes anuales hasta la fecha –con todo lo que ello genera, bueno, malo y peor– pero, lejos de alegrarme, me preocupo y me rasco la coronilla (una de postureo). Y lo hago como parte del alterado paisanaje y también como técnico en empresas y actividades turísticas, no vaya a pensar nadie que en la Universidad de Deusto regalaban el título. 42,4 millones de turistas extranjeros en los primeros siete meses del año: un 11%más que en el año 2015, según nos informan la encuesta de movimientos en frontera y el INE. En Mallorca lo sufrimos en carne propia, y aunque el invento suponga una extraordinaria fuente de ingresos, empezamos a recibir al guiri con el morro torcido, y no porque estemos mal informados ni evaluemos engañosamente las ventajas y desventajas de la masiva invasión estival, sino porque estamos sencillamente desbordados y empezamos a sentir la isla como enemiga, y al turismo descontrolado como un cáncer.
Recientemente, el ayuntamiento de Palma nos ha comunicado que aspira a ser la ciudad europea con una mayor cobertura de wifi gratuito, del que se beneficiarán mayormente los turistas, pues, como todo el mundo sabe, la conexión a internet por la patilla es un derecho hipster que hay que proteger con más ahínco que el derecho a vivir sin ruidos atronadores que perturben nuestro descanso, el derecho a transitar por aceras seguras o el derecho a respirar un aire limpio y desprovisto de tufaradas apestosas. Del estado del agua del mar, ya no hablo. Millones de turistas representan millones de zurullos al día, y millones de kilos de basura, y montañas de desperdicios de los que nadie se hace cargo como Dios manda (y no es que vea a Dios como el gran basurero cósmico, no se me malinterprete). Porque la cosa del wifi gratis viste más y da más votos. Supongo que deberíamos aplaudir que el musicón que nos despierta de madrugada procedente de una fiesta organizada en un piso alquilado a través de una web ilegal fuera descargado por miles de extranjeros desde nuestro propio wifi municipal. Y gratis, naturalmente, que bastante hacen ellos con honrarnos con su bella estampa alcoholizada. De momento, y si el contador no miente, llevamos 500.000 conexiones diarias de unas 70.000 personas con cargo a las arcas del consistorio palmesano. Pero queremos más, porque como dice Woody Allen al hablar del Holocausto, “lo jodido es que los récords están para ser superados”.
De esas conexiones, ninguna es mía ni de mis vecinos, dado que como somos gilipollas, pagamos internet de nuestro bolsillo por no estar suficientemente “al loro” de las ventajas de estar de paso y ser más vivo que un lince. Parece que vengan con manuales de cómo sobrevivir por la cara colgados del cuello. Para el buen uso del protector solar, ya no andan tan espabilados. El supuesto retorno de esta inversión está en la promoción que esos visitantes harán en las redes sociales tras colgar fotos de sus juergas en Baleares. Según nuestro extraño alcalde –extraño en todas sus afecciones– “cada turista es un prescriptor”. La frase le da mucho gustito porque le permite presumir de algo que ni se ve ni se oye ni da problemas ni le desgasta, cosa que sí hacen los groseros policías, tan corruptos ellos, o el urbanismo ilegal que nos afea el paisaje pero enriquece a unos pocos, de ilustres apellidos casi siempre.
No sé yo qué prescriptor es ese que se pasea por la catedral, una de las más bellas de España, con chanclas y una toalla al hombro, que inmortaliza playas-cenicero que lucían maravillosas a primera hora de la mañana o que enmarca su paquete entre dos cubos de sangría en El Arenal, promocionando, eso sí, el desmadre, la borrachera y el polvo nocturno en las hamacas de la playa. Yo cambiaría gustosa esa promoción por aceras sin baches y libres de basuras (que apestan en verano aún más que muchos de nuestros insignes visitantes). Donde se encuentran varios contenedores, auténtica zona cero de la urbana catástrofe, no es raro tropezarse con cristales rotos (los bares reciclan pero las botellas no se recogen), ropa desperdigada, comida en distintos grados de descomposición y varios cazadores despistados de Pokémons, que por mirar en sitios raros, ya miran hasta en los containers de Cáritas. Y una chancla desparejada. Como en las fotos de todo accidente que se precie.
No entiendo que Palma haya sido elegida la mejor ciudad del mundo para vivir y tengamos que hacerlo rodeados de mierda. Mierda pura y dura, pues no nos bastamos para gestionar toda la porquería extra que con el turismo nos llega cada verano. Eso sí, de conexión gratuita andamos cojonudamente, oiga. Y que viva el progreso, que a día de hoy consiste en navegar no por nuestra bella bahía de aguas supuestamente cristalinas, sino por el ciberespacio.