I
Que me perdone Dios. Después de la herejía de anoche, lo único que me queda es rezar, rezar en serio. También ha de ayudarme a paliar el golpe anímico de tamaño desliz, el ocupadísimo tren de vida físico al que estoy habituada. Mi rutina de gimnasio, el cuidado de mi madre anciana, mi trabajo de demostradora de carnes frías en un centro comercial, la promotoría de Avon que desempeño cuando salgo de mi primer trabajo, las broncas cotidianas de la casa, y las dos mil jaculatorias diarias que me acabo de imponer como penitencia por mi falta: con eso tengo. Con tal trajín, seguramente en quince días más ya ni me acordaré del asunto. Terapia ocupacional para expulsar al ogro puñetero de la culpa. Pero hoy, a tan sólo unas horas de mi dislate, que horrible es sentir el cuerpo sin justificación cierta para ser consentida, arrullada, por el calor del alma. Así me siento, como palo de camino, sin sombra bienhechora que me salve.
Comienzo mi rutina de ejercicios, diariamente, a las seis de la mañana. Desayuno y enfilo a la brega usual. Muy entrada la noche, otra hora de ejercicio, una cena ligera, y a dormir las tres o cuatro horas que acostumbro. ‘Mens sana in corpore sano’, comúnmente se dice. ¿Mente sana? Eso ya no va conmigo: desde hace algún tiempo me la vivo pensando marranadas todo el día. La obscenidad me llama, pero no cualquier obscenidad. No sé qué tipo de patología me ha invadido, que de pronto me ha dado por fustigar mi ser íntimo con objetos litúrgicos (hisopos, navetas, velas, vinajeras…), y esto incluye a sus bienaventurados oficiantes. Bueno, ¿y con tanta ocupación a qué horas tuve tiempo de cometer tal tropelía? Si les digo, el diablo metió sus cuernos, y aquí me tienen de híbrida, adúltera, lúbrica y sacrílega. Todo eso por no nombrarme categóricamente: puta de sacristía.
El Padre Betancourt era mi amigo, respetabilísimo, hasta antes de que yo lo hundiera en este abismo de lujuria que ahora compartimos. Respetable, pero guapo, el condenado. Y que imaginación tan afinada. Y que virilidad tan a prueba de no se me engarrote. Aplicándolo a él, es rotundamente falso el adagio que reza: las segundas partes nunca fueron buenas. Mi piadoso verraco es capaz de aventarse dos y tres de sostenido vigor, con notas altas. No hago público el enunciado ‘a las pruebas me remito’ porque nos excomulga la santa madre iglesia. ¡Ave María purísima!, que cosas se me ocurren. Si les digo que yo ando enferma de algo. ¡Ay, Padre Betancourt! Tan sólo al acordarme de nuestro kamasutra de petate litúrgico, el cuero se me enchina. Pero, verdad de Dios, me siento como judío después de haber tragado lechoncito cubano, o cual venerable Hare Krishna que recién ha estofado su vaca preferida. El voraz apetito por la carne prohibida ofusca mis sentidos en la duda catequética de saber si estos placeres son de Dios o son del diablo.
II
Pero mientras Aurelia está a un tris de cortarse las venas con las aspas de una licuadora china recién adquirida en abonos, el Padre Betancourt, hoy amaneció sonriente, con la idea de que Dios tiene extrañas y caprichosas maneras de manifestarse, y de guiar a su grey hacia el cuerpo prometido que, en lo particular, a partir de hoy manará miel de maple y venturosa leche abundante de estrógenos. Hasta los aperos eclesiásticos brillan ahora con un color distinto. Desde una consoleta orlada en plata y oro: ámitos, albas y casullas parecen saludarlo con un blanco impoluto que ronda en lo prohibido. El incensario huele más a sensual almizcle que a copal. Los perfiles e imágenes de ese santuario erigido al amor sin condiciones ni barreras, cantan sus alabanzas en un latín sonriente.
El sermón de este día pondrá énfasis en el fulgor oculto de las cosas marchitas que a fuerza de corazón revivirán por siempre. Sólo aquel enorme crucifijo de bronce parece reclamarle, pero él no entiende –o no quiere entender– el lenguaje cifrado de los signos inmóviles. ‘La devoción es verbo y figuración’, se dice, ‘pero es sobre todo calor, calor humano, abrazo comprensivo de cuerpos que se aman’. ‘Resurrección es la palabra clave’, insistirá, entre gestos que emulan el misterio acompasado de los primeros tiempos. ‘Resurrección quiere decir: he dejado ese cuerpo muerto y ahora viviré de nuevo’, será la frase culmen de su disertación.
Y justo, en el instante mismo de acomodar las hostias de la consagración (el cuerpo redivivo del Cristo salvador) en el cáliz, centro místico de aquella ceremonia que está por comenzar, Edgardo Betancourt, oficiante del verbo transfigurado en vida, pastor del evangelio, instala en su memoria el derriere palpitante de Aurelia Quebuencú.
“Cristo, que cuerpo”, a espaldas del sagrario, alcanza a musitar.
III
Han pasado dos meses desde el asunto aquel. Recuerdo que esa noche sentí que Las Cruzadas mismas galopaban en mí, y un corazón de león (armadura santa y espada bienhechora) combatía en mi cuerpo cualquier rezago infiel.
El sentimiento de culpa no duró demasiado. Volví pronto al redil de oveja descarriada: a los dos o tres días ya estaba de nuevo descabezando arcángeles y apaciguando diablos. Les confieso, el padre Betancourt ya se me está cansando: siempre tiene pretextos para escurrir el bulto y además, las limosnas las quiere para él solo. En lo personal, mi compulsión va mejorando y transita estos días por rentables senderos: si los santos se alinean, muy pronto me estaré convirtiendo en princesa de la iglesia.
Juro por las enaguas de María Magdalena, que alguna de estas noches me cenaré un obispo.