Llegadas estas fechas siempre hago repaso de los meses precedentes.
En ellos el verano irrumpe en nuestras vidas cual torrente y las mentalidades mudan como la piel de las serpientes.
Los cuerpos se disfrazan de desnudez con abalorios, las personas se desinhiben a ritmo de mojito y se liberan de tabúes diluidos en sangría fresca.
Nuestros paisajes se desdibujan invadidos por enjambres de urbanitas ávidos de una vía de escape a su acelerada vida y así las tranquilas arenas que bordean nuestras costas se cubren de chanclas y toallas con olor a protector solar. De los prados emergen campistas ataviados con sendas gorras campestres, gafas de sol y pulseras antimosquitos. Las terrazas llenan sus sillas de cuerpos semidesnudos entre rojos y bronceados para remontar a golpe de cerveza y tapita nuestra maltrecha economía.
Las piscinas salpican cloro y sonrisas entre tumbonas y flotadores. El fenómeno souvenir resurge de su letargo invernal y en este período veraniego abren sus puertas numerosas tiendas de artículos surrealistas. Recuerdos de una tierra que no se parece a la nuestra y deformaciones de nuestra cultura, en una oda al mal gusto sin precedentes, para acabar llenando las neveras de imanes en forma de paella, las cabezas de turistas de sombreros mejicanos y las vitrinas de flamencas con estampados de Miró en la falda, todo un despropósito a precio de oro.
En medio de esta orgía de conciertos al aire libre, paellas en el chiringuito, deportes de aventura, viajes exóticos, servicio de habitaciones, paseos en barco, protectores solares, pareos con flores, bolsos con flecos, helados con sombrillitas y batidos de fruta con tanto hielo como alcohol, los mensajes pseudomoralistas del típico aguafiestas navideño anda dormido.
En verano, en mitad de una solariega barbacoa no escuchareis aquello de “a mí no me gustan estas fiestas porqué son muy materialistas…” que tanto oímos hacia final de año. Cada vez que escucho esa frase manida pienso “¡Claro!, porque las vacaciones en Punta Cana con escala en la Costa Brava, entre mares de caipirinhas, mariscadas y masajes en el spa que se ha pegado el agorero en cuestión son cien por cien solidarias”.
Estos Grinch disfrazados de solidarios, estos Gandhis de pacotilla, en verano cambian esos loables principios por el todo incluido de algún hotel de segunda, sin olvidarse de inmortalizar el momento en cuantas redes sociales puedan, sean Facebook, Twitter o Instagram.
Y es que esto es muy de la Península Ibérica, usar principios de quita y pon, adaptables como un buen fondo de armario, para usar uno u otro según convenga. Y es que la memoria, ya se sabe que tiene la común dolencia de la memoria selectiva, manifiestamente extendida en época estival, temporada en la que nacionales y turistas a menudo olvidan el pudor, el decoro, el buen gusto y en ocasiones incluso la educación y ciertas normas de salubridad e higiene.
Esos lapsus de memoria, esa amnesia individual o colectiva según el caso, viene a explicar escenas como el balconing de jóvenes etílicos en los hoteles de la costa. Como la de mujeres diversas entradas en años vistiendo shorts mínimal y luciendo nalgas en un preocupante complejo de “soy como Ana Obregón”. Esta falta de memoria veraniega graba en nuestras retinas con obstinación top less imposibles de naturaleza variopinta, personajes paseando sus desnudos torsos mucho más allá de las playas y el buen gusto.
Y así vamos pasando los calurosos días, sorteando toallas con Minions, bolsas con palmeras tropicales, bronceados propios del trópico y jubilados engalanados cual loro tropical, todo muy caribeño, estridente y excesivo, como el calor y los impuestos.
Este verano 2016 aún da sus últimos coletazos de temperaturas altas y de estupidez humana. Inevitables ambos. Para el segundo un enjambre de zánganos patológicos y abejitas pachangueras andan empleándose a fondo en los excesos más diversos ya sean solares, etílicos o de estupefacientes.
Un panorama de lo más variado que nos va a regalar las últimas fotografías e instantáneas estivales que irán, de desmayos adolescentes fruto de un fenómeno fan llevado al máximo exponente, a quemaduras solares en aras de la belleza.
Estos últimos vestigios vacacionales seguirán llenos de alquileres abusivos, domingueros arrasando la sección de licores en los supermercados, de fiestas de la espuma en salas de discotecas y orquestas de tercera haciendo bolos en plazas mayores, repletos de festivales alternativos, de intentos de innovación dudosos en pro del negocio y de búsquedas de turismo a toda costa.
Estarán rebosantes de sinsentidos y de picaresca, de propuestas lascivas como la gincana marrana, sorprendentes y llenas de risas en grupo en los nuevos scape room y alocadas como las prácticas de zumba a ritmo de chupito del garito de turno. Todo, eso sí, muy festivo y veraniego como manda la estación.
Por suerte para los verano adictos aún quedan días de calor para seguir dibujando huellas de pies descalzos en la arena y cubriendo de after sun y sudor los respaldos de las butacas de las terrazas, para seguir tarareando la canción del verano y continuar pagando 3€ o más por un zumo en el chiringuito de la playa.
Tiempo para pagar más de 100€ noche para dormir rodeados de olor a boñiga de vaca, escuchando los cacareos de las gallinas y mear en un wáter comunitario en la casa rural Villa Palo en la Salida 0 patatero de la Nacional Ni Se Sabe a 120km de la aldea más cercana para sentirse más en comunión con la naturaleza.
Como cada verano aún tenemos tiempo para dormir la siesta, para posponer la dieta de otoño, para hacernos fotos en puertas de hoteles, salidas de aeropuertos y discotecas, así como festivas instantáneas a coloridas paellas, platos de autor y copas de helado con galletita para colgarlas en las redes. Tiempo para inventar un verano fantástico e inmejorable que contar a la vuelta. Uno falto de sudor y mal gusto, de precios de infarto y comidas mediocres, uno carente de hostales baratos, bocadillos en la calle, tarjetas de crédito sin saldo, conquistas fallidas, espectáculos aburridos, conversaciones banales y modelitos inadecuados con la que presumir con las amigas y sentir que nuestra vida es de película o al menos que lo parezca.
Que esto también es muy nuestro, modificar los recuerdos y hacer con ellos un álbum de fotos que ni el papel couché, echando imaginación a raudales en esto del postureo y hacer de la farsa una verdad absoluta en la inminente competición de “Que verano fue el mejor”, disputada a poder ser bajo la sombra de algún árbol al compás de un vino tinto, todo muy humano y muy nuestro.
Como cada verano.