El sol era una roca hirviente que se había acercado tanto a la ciudad derritiendo los anuncios espectaculares, y a los transeúntes que como Agustín, deambulaban por las calles llenas de basura.
Con el ánimo por los suelos, jadeando incluso, Agustín llegó a su casa, rápido abrió el refrigerador para servirse un vaso de agua helada, y la vió.
La mujer desnuda y sonriente le dijo Hola al verlo abrir la puerta. Agustín cerró de inmediato.
-Oye, abre, abre, es incómodo estar acá. Muero de frío. –Agustín abrió lento y con excesiva precaución.
– ¿Quién eres?
- Abre, que me congelo.
Le tendió la mano para ayudarla a salir. La mujer con dificultad quiso ponerse de pie.
- Estoy entumida. Mis piernas no me responden. –Se deslizó hacia fuera, recostándose en el piso mientras frotaba sus piernas y muslos, risueña. Agustín igual sonrió al ver la escena sin comprender porqué en su refri había una mujer escondida.
- Voy por algo para que puedas cubrirte.
- No, por favor, no me dejes. Sólo abrázame. –Agustín dudó, y se inclinó para abrazarla con delicadeza. Ella lo jaló, metiéndose al hueco de su pecho. –Tengo mucho, mucho frío. –Agustín sudaba por el calor, y el contacto con el helado cuerpo de ella, le hizo estremecerse. Comenzó a frotarle los brazos con sus manos, y ella encogió las piernas y se metió completamente al abrazo de quien la liberara. –Acaríciame, vamos, hazlo. Muero de frío –la mujer temblaba.
Agustín estiró los brazos para sentir los helados muslos, las piernas, pantorrillas, tobillos y pies. Metió los dedos de sus manos entre los dedos de los pies de ella. La mujer puso la barbilla en el pecho del joven, jaló su cabeza hacia abajo, y buscó sus labios.
Agustín no se contuvo y el beso se hizo largo. Ella temblaba, y al muchacho las gotas de sudor le seguían escurriendo por la frente. Su camisa empapada fue escarchándose por la helada piel de la mujer, cuya lengua se introdujo a su boca y él, bajó más la mano derecha buscándole la vagina.
La mujer abrió las piernas con amplitud, esperando los dedos hurgantes que caminaban sobre su vientre, enredándose a los erizados rizos de ella. Los dedos del hombre se introdujeron con lentitud y ella emitió un pequeño jadeo que creció y se alejó aleteando por la habitación.
La temperatura fue fundiéndose entre ambos cuerpos, rezumando la vida que afuera, continuaba derritiéndose.