Escala de Grises
Pepe Pereza
Mis pupilas pesan. Son de plomo. La gravedad tira de ellas para que clave la mirada en el suelo y la arrastre como un arado. Hoy es uno de esos días. Uno de tantos. Donde la desgana habita dentro del cuerpo y la zozobra pasa a ser el plan generalizado. En el norte, decir que llueve y hace frío es una obviedad, más si estamos en invierno. No obstante, lo digo: llueve y hace un frío que pela la piel. Todo es gris. El cielo, los edificios, las aceras, el asfalto, los árboles, la gente… La ciudad entera lo es. Al pasar por la glorieta, el viento cambia de dirección y hace que el agua venga de cara. En verano, la lluvia dota a las calles de frescor y cierta melancolía, pero en enero, las impregna de una tristeza sólida e indeleble. Un adolescente me adelanta y al pasar por mi lado me dice:
- Señor, le está sonando el móvil.
- Gracias.
Estoy cansado del frío y de la rutina de los días lluviosos. Harto de andar con los pies mojados, de cargar con la humedad en la ropa. A veces, para paliar el desánimo, imagino que la lluvia forma parte de la ambientación de una película que se está rodando, y que todos nosotros somos el reparto. Sé que resulta infantil evadirse así de la realidad, pero hay que echar mano de cada saliente para seguir escalando esta montaña que algunos llaman vida.
Llego al estudio. El lugar está helado. Lo primero, encender la estufa de butano para que el ambiente se vaya caldeando. Luego, destapo el caballete y me siento en el sillón que tengo enfrente para contemplar el cuadro en el que estoy trabajando. Examino cada pincelada mientras fumo un cigarro. Lo que está en el lienzo no termina de convencerme, aun así, quiero hacer un último esfuerzo antes de darme por vencido y abandonarlo definitivamente. Llaman al móvil. Cuando deja de sonar empieza a hacerlo el teléfono fijo. Hay algo en el cuadro que no funciona, que no acabar de encajar. Aún no sé lo que es, pero trato de dar con ello, buscar una solución.
Una hora después sigo en las mismas. De nada sirve obcecarse, así que decido tomarme un respiro.
La cafetería que está al lado del estudio es un sitio agradable y tranquilo que suelo frecuentar. Pido un cortado y me acomodo en una de las mesas a ojear el periódico. Al rato, una mujer que está sentada al lado me llama la atención.
- Su móvil.
- Perdón, ¿cómo dice?
- Digo, que su móvil no para de sonar.
- Lo sé.
- ¿No va a contestar?
- No.
- Entonces, desconéctelo o le quítele el sonido, por favor.
Lo pongo en modo silencio y retomo el crucigrama del periódico. Cuando lo acabo regreso al estudio.
El teléfono fijo está sonando. Descuelgo el auricular y me lo acerco a la oreja. Al otro lado de la línea oigo cómo se encienden un cigarro. Puedo identificar claramente el chasquido del mechero y la aspiración profunda que lleva el humo a los pulmones, para luego soltarlo lentamente. Hago lo mismo, es decir, me enciendo un cigarro y me limito a fumar con el auricular pegado a la oreja. Quién sea que llama siempre sigue la misma pauta. Llama y se mantiene callado. Al principio, intentaba que me hablase. Le daba conversación para ver si podía averiguar su identidad, pero nunca contestó, ni una sola palabra. Así que dejé de intentarlo. Ahora me limito a escuchar su respiración mientras fumo. Una vez terminado el cigarro, cuelgo el teléfono. Me siento en el sillón y me concentro en la pintura. El problema con el cuadro es que no transmite nada. Lo aparto a un lado y pongo en el caballete un lienzo en blanco.