El "Otro" Síndrome de Blancanieves
Lawrence de Dalian
Si bien en psicología cuando se habla del síndrome de Blancanieves se refieren al acuñado por la psicóloga Betsy Cohen (que se aplica en realidad a la malvada madrastra y a esa afilada envidia por la juventud y la belleza de la moza), mi intención es poner sobre la mesa y reflexionar sobre el efecto perverso que la película de Disney (no el personaje y sus motivaciones, sino la estética de la madrastra) ha tenido en nuestra sociedad y, especialmente, en las generaciones educadas con posterioridad a su estreno en diciembre de 1937.
Me refiero a la aversión patológica que ello ha creado en la sociedad contra las canas en las mujeres morenas.
En la sociedad actual las canas, sobretodo incipientes, son en el varón un elemento estético de gran atractivo, que aporta una componente de madurez asociado a la seguridad que tanto atrae, especialmente a las mujeres, con independencia de su edad y condición.
Casos como el de George Clooney, o Felipe González en su segunda legislatura, pueden resultar paradigmáticos para ejemplarizar a lo que me refiero, y seguro que cualquier lectora me podría señalar otros ejemplos de personajes públicos o de su entorno que con la aparición de las canas han aumentado su atractivo.
Sin embargo, cuando se trata de una mujer morena, la presencia de las canas nos produce una repulsión inmediata, una asociación involuntaria hacia ese personaje maldito que se nos fijó en la impronta de la niñez y que hace que tendamos a asociarla inconscientemente con la bruja, y a la postre con el mal.
Para mayor “inri”, la aparición de las canas viene asociada por evolución natural a la perdida de la lozanía y a la aparición de las primeras arrugas, siendo este factor, junto con la aparición de verrugas y la tendencia a la ropa obscura, el complemento estético que nos faltaba para completar la imagen que dispara esa repulsión asociativa de nuestro subconsciente.
De hecho, el personaje de Cruela de Vil reafirma mi teoría, pues reincide en ello, al asociar su maldad con el mechón blanco que la caracteriza
Y es curioso que esa asociación solo se produce cuando se trata de una mujer de pelo obscuro (en las rubias les llamamos “mechas” y no disparan el automatismo del subconsciente de la Bruja).
De hecho, si nos fijamos en la estética femenina del siglo XIX y principios del XX, las canas en las morenas eran un elemento naturalmente aceptado y respetado, teniendo su momento culminante en la estética victoriana.
Tras la película de Disney las costumbres sociales y las modas asumieron ese nuevo factor estético, y con tiránica disciplina, exigen la tintura permanente de las damas morenas que no solo se reserva a la alta sociedad como un símbolo de riqueza, sino como una necesidad vital de todos los estratos sociales, ya que ese síndrome que nos implantó la película de Blancanieves no hace distingos.
No puedo terminar sin añadir una reflexión, ya ajena al síndrome descrito, que me hace sonreír al reconocer que, cuando de una morena se trata, el tintado de su pelo lo asociamos con la delicadeza y el buen gusto, y cuando de varón se trata no deja de producirnos media sonrisa asociada al concepto del ridículo (“Y ese, ¿de qué va?”). Pero así son las cosas.