Remembranzas (VIII) - La Recogida de la Almendra
Joaquín Lloréns
Durante dos años seguidos tuve la extenuante experiencia de recoger la almendra de la finca de mi padre y de mi tío. Ambas, muy próximas y en el término municipal alicantino de Jijona, contaban por el año 1980 y 1981 con más de siete mil almendros a pleno rendimiento. En realidad, nunca tuve interés por llevar a cabo aquel trabajo, pero el primer año por acompañar a mi otro amigo Gonzalo y a mi hermano Esteban, a quien se le había propuesto como medio de colaborar en la superación de sus problemas de adicción, y el segundo por no dejar solo a otro amigo, Carlos, que quiso probar las “mieles” del trabajo en el campo, no me quedó otra que pasar a formar parte del sector primario nacional. Como consecuencia de ello, yo, que no quería recogerla, fui el único que lo hizo durante dos años consecutivos.
La jornada consistía en levantarse a las ocho de la mañana y, quitando una parada de unos quince minutos para almorzar en medio del campo, y otra al mediodía de una hora para comer, trabajar el resto del tiempo vareando almendros, recogiendo las almendras caídas y cargándolas en la góndola, pelándolas, aireándolas para que se secaran mejor y ensacándolas hasta las ocho de la tarde. Y eso durante más de un mes ya que, para colmo, aquellos dos años las cosechas de almendras fueron las más abundantes que se han recogido en toda la historia de la finca. Al final trabajábamos por horas. Mi padre había dudado entre contratar a los recogedores “por horas” o “a destajo”. Siempre era una decisión delicada. A destajo los trabajadores hacían más horas por día y a un ritmo bastante más fuerte. De hecho, era habitual que se quedaran a dormir en la finca y por la noche, bajo la luz de gas, las pelaban y ensacaban para aprovechar el tiempo, ya que a oscuras no se podía ir al campo a varear. Así, la cosecha se recogía en menos días y el coste era proporcional a la cantidad de fruto obtenido. Como desventaja, la principal era que, como sólo importaba la cantidad, se quedaban muchas almendras en el árbol y caídas por el suelo, ya que irlas cogiendo una a una, si caían fuera de las redes que se colocaban bajo los almendros hacía perder mucho tiempo. En la contratación “por horas” se recoge la cosecha con mayor minuciosidad, pero se corre el riesgo de que, si no se vigila continuamente a los operarios, estos remoloneen mucho. Uno querría pensar que mi padre lo decidió creyendo que sería una terrible paliza para mí y mis amigos, nada acostumbrados a las labores del campo, aunque creo que fue una decisión más económica, pensando que delante del hijo del propietario no se atreverían a hacer el zángano y por horas salía más barato.
Lo primero que había que hacer era conseguir la cuadrilla para que ayudara en la recogida. El primer año tuvo mucho de esperpéntico. Mi padre, justo antes de regresar ya a Bilbao para trabajar, nos llevó a Gonzalo y a mí a una finca situada entre Jijona y el comienzo de las cuestas del puerto de la Carrasqueta. Allí residía un tal “Juan el largo” el cual, según le habían informado, tenía una posible cuadrilla. En un valenciano difícil de entender dijo que sí, que había una familia en Torremanzanas que podían echarnos una mano. Mi padre, tranquilizado, se marchó a Bilbao. Nos quedamos mi madre, Gonzalo y yo. Aunque la única que tenía carnet de conducir era mi madre, sentía pánico de llevar el coche. Tras un primer amago de llevarnos al pueblo, decidió que, a partir de ese día, conduciría yo. De ese modo, acompañado por Gonzalo, a la tarde siguiente recogimos a Juan el largo para llevarle hasta la casa de aquellos posibles trabajadores. Nos dirigió hasta Torremanzanas y, una vez allí, nos indicó que siguiéramos por un camino forestal, ya que “un poco más allá está la casa”. Aquel camino sin asfaltar y lleno de insondables baches se prolongó lo indecible y comenzó a oscurecer. Gonzalo y yo nos mirábamos sin atrevernos a hablar, pero nuestras caras nos decían que aquello parecía un secuestro. Estábamos a un montón de kilómetros del pueblo más próximo, perdidos entre bosques de pinos. Hacía pocos meses que había visto por la televisión la película Deliverance y aquella situación de extravío en mitad de un área boscosa inhabitada me la trajo a la cabeza para mi intranquilidad. Por fin, ya de noche, llegamos hasta una casa situada en medio de una explanada en lo alto de un pequeño otero. Penetramos en ella siguiendo a Juan el largo y atravesamos una salita, donde una anciana miraba un televisor. ¡Al menos tenían luz y electrodomésticos! No estaban tan aislados. Al saludar a la señora, que no hizo amago de respondernos, nos quedamos pasmados al comprobar que ¡era ciega! Llegamos a una cocina, donde nos sentamos junto a un hombre mayor, un joven y una muchacha que allí nos aguardaban. Sus caras eran deformes y en mi imaginación veía en sus expresiones aleladas el evidente fruto de las relaciones endogámicas durante muchas generaciones. Juan estuvo conversando durante un rato con el que parecía ser el hombre de la casa en un dialecto del valenciano del que no entendíamos ni una palabra. En algunos momentos elevaban las voces como si discutieran. Gonzalo y yo nos mirábamos de tanto en cuando, realmente alarmados, imaginando que no llegaban al acuerdo sobre la mejor manera de asesinarnos. Era de noche, estábamos perdidos en medio de ninguna parte, en una casa con personas cuyos rostros eran para asustarse y en inferioridad numérica. Por fin, para nuestro alivio, Juan se giró hacia nosotros y nos dijo que habían llegado a un acuerdo; que al día siguiente vendrían a recoger la almendra con nosotros. Para nuestra tranquilidad, Juan decidió quedarse a dormir allí con ellos y pudimos regresar sanos y salvos. Nada más arrancar el coche dimos un suspiro. En efecto, a los dos nos había parecido que allí se cocía algo turbio. Cuando llegamos a la finca mi madre se mostró preocupada por lo que habíamos tardado, así que preferimos no angustiarla más con nuestros funestos presentimientos sobre aquella gente.
A la mañana siguiente aparecieron los tres familiares acompañados de Juan el largo. Se quedó la pareja joven y el padre se marchó con Juan. Con nuestro antiguo casero Juan Antonio, comenzamos lo que iba a ser una alienante rutina durante más de un mes: Seguíamos al tractor que arrastraba una barquilla verde de cuatro metros hasta llegar a un almendro, que se dejaba a un lado y en medio de la barquilla. Sacábamos dos telas verdes a ambos lados del almendro y las dejábamos en el suelo. Con nuestras cañas o finos palos, vareábamos las ramas, con cuidado de no romperlas, hasta que todas las almendras caían al suelo. La mayoría quedaban sobre las telas. El resto las recogíamos a mano y las arrojábamos sobre las telas. Agarrábamos las telas por el extremo más alejado del tractor y el tractorista daba al botón que iba recogiendo las telas hasta que el final de estas estaba a un medio metro de la barra que giraba y, levantando entonces la tela, arrojábamos dentro de la barquilla las almendras. Así un almendro, y otro, y otro… A partir del segundo día se producía un efecto mental descorazonador. Bastaba tumbarse para echar la siesta o para dormir, y cerrar los ojos, para que en la mente sólo vieras ramas de almendro sobre ti. Hasta que no te quedabas dormido, no había manera de erradicar aquella obsesiva imagen de la cabeza. Gonzalo y yo comprendimos de modo empírico por qué a los trabajos repetitivos se les denomina “alienantes”.
La perturbadora impresión que nos habían causado aquellos rústicos amigos de Juan el Largo no había sido sólo producto de nuestra imaginación porque, al segundo día, mi madre se deshizo de ellos, lo que no nos entristeció en absoluto. Al día siguiente aparecieron otros dos agricultores para ayudarnos y tampoco desmerecieron. Se llamaban Laurentino y Paco.
Laurentino era un hombre muy mayor. Al menos el cabello canoso y las arrugas de su rostro así lo indicaban. Era parsimonioso y tranquilo, aunque trabajador. Poseía esa especie de filosofía ancestral de la gente sencilla del campo y, aunque habitualmente era bastante taciturno, tenía un par de frases que soltaba cada día en las mismas circunstancias. Cada vez que nos deteníamos para fumar un cigarrillo en mitad de un bancal y Gonzalo y yo nos afanábamos en conseguir que el aire no apagara la llama del mechero, él sacaba con expresión seria su chisquero y hacía asomar un pequeño trozo de la mecha de algodón a través del tubo de latón hasta juntarlo con la rueda con el pedernal. Sujetaba el latón con el índice y el pulgar de la mano derecha y con la palma izquierda hacía girar la rueda que disparaba las chispas contra la mecha. Soplaba de inmediato hasta que el algodón se ponía al rojo y encendía su cigarro. De inmediato, introducía de nuevo la mecha dentro del tubo de latón y lo tapaba con el dedo pulgar unos segundos hasta que el oxígeno se consumía y la mecha se apagaba. Entonces nos miraba a todos con ojos brillantes de satisfacción y decía: “Y si hace viento…, mejor”. Su otra sentencia diaria se producía cuando, a eso de las doce del mediodía, tras tres horas de varear, nos deteníamos unos minutos para fumar, dar un trago de agua o vino y almorzar lo que cada uno hubiera traído. Paco, Gonzalo y yo solíamos remolonear y nos costaba reemprender el trabajo. Cuando Laurentino consideraba que había transcurrido el tiempo debido, se levantaba, golpeaba suavemente las manos contra los muslos y decía sin mirar a nadie en concreto y con cierta determinación que bastaba para hacernos poner en marcha: “Vámonos…, que aquí no hacemos nada”.
Paco era harina de otro costal. A pesar de ser un hombre bajito y calvo, destilaba mala leche y era más bestia que un arado. Debía de tener unos cincuenta años y vivía en Jijona, justo enfrente de la puerta de la iglesia. Cuando se enteró de que Gonzalo salía con Lola, una de las hijas de los dueños de la fábrica de turrones El almendro, sus consejos fueron del tipo siguiente: “Ponla a cuatro patas y te la follas hasta que se quede embarazada. ¡Y a vivir!” Gonzalo le miraba alucinado. Uno de los días llegó tarde y se explicó diciendo que su mujer había estado sangrando por la boca toda la noche y que no le había dejado dormir. Eso sí, ni se le había ocurrido llevarla al hospital. La había dejado en casa y ya está. Era un resabiado y procuraba ser el que llevaba el tractor. Así, él estaba sentadito mientras los demás nos deslomábamos recogiendo la almendra. Cuando ya llevábamos bastantes días trabajando, se llevaron a mi hermano Esteban a un burdel. Cuando mi hermano regresó no daba crédito del lupanar al que le habían llevado. Se limitó a tomar una copa pero estaba realmente espeluznado de lo grotesco y horroroso del aspecto de las fulanas. Una de las gracias de Paco, cuando le tocaba recoger las almendras, la puso en práctica en numerosas ocasiones en la finca de mi tío. Su plantación era joven y los almendros no alcanzaban el metro y medio de altura, con troncos de apenas quince centímetros de diámetro. Cuando poníamos las redes, nos decía: “Dejadme a mí”, y con una garrota que llevaba, arreaba tal golpe al sufrido tronco del almendro que todas las almendras caían de golpe. Eso sí, dejaba una herida en la corteza que tardaría en curar. Cuando un día mi tío le vio hacer una de aquellas salvajadas, a poco más lo mata. Le dijo de todo, siendo lo más suave: ¡Animal!
Alguno de nuestros compañeros trajo de refuerzo a un sobrino suyo. Era un chaval de nuestra edad aproximadamente y tenía un rostro noblote; de rasgos agradables. Lucía una gran fortaleza física y capacidad de trabajo. Estaba encantado de recoger almendras con nosotros y así nos lo comunicó. Cuando, extrañados, le preguntamos por qué, nos respondió que le habían sacado de la escuela a muy temprana edad y, desde entonces, su vida consistía en cuidar de rebaños de corderos por el monte, bajando muy de vez en cuando al pueblo para coger víveres. Pero, en general, estaba siempre solo en el monte, con lo que estar allí con gente, escuchándonos y participando a veces en las conversaciones, era una grata novedad. Por delicadeza nos quedamos con las ganas de preguntarle si era cierta la leyenda que se cuenta de que los pastores como él, que pasan semanas sin ver a otras personas, y de los que se dice que tienen entre su rebaño su res predilecta, a la que favorecen y tratan, en todos los sentidos, como su querida. Estaba también emocionado con la perspectiva de poder votar por vez primera en las próximas elecciones generales, lo que nos chocó bastante. Con algo de malicia, le inquirimos a quién iba a votar. Sin dudar un instante, nos respondió que al PSOE. Intrigados por aquella seguridad política de la que nosotros carecíamos, le peguntamos el porqué. Su respuesta nos enseñó bastante sobre la cultura política del pueblo llano: “Porque van a ganar”. Pasmoso argumento.
No todo era varear. Cuando ya se juntaban unos miles de kilos de almendras sobre la explanada junto a la casa, tocaba la siguiente tarea. Se colocaba la peladora unida a un motor. La peladora era una máquina metálica de un metro y medio de altura con una boca cuadrangular que se estrechaba en forma de pirámide invertida truncada. Se cogía un montón de almendras con la pala y se introducían en un capazo de esparto entretejido de un metro de diámetro y veinticinco centímetros de profundidad. Se levantaba por las dos asas y se arrojaba por la boca de la peladora que, en la parte estrecha, tenía unas muelas de goma dura que conseguía separar la piel y los restos de rama de la cáscara en sí, con el fruto dentro, que caía en otro capazo puesto en el suelo a tal fin. Y para rematar la faena, el capazo con la almendra pelada se subía a la terraza de encima del garaje –veinticinco escalones interminables- donde se arrojaba y extendía a fin de que en pocos días perdiera parte de la humedad bajo los inmisericordes rayos del sol. Aquello sí que era un trabajo duro, como pudo constatar Pacho, un amigo de la infancia al que hacía años que no veía; desde que su padre, ingeniero de Sener, se tuvo que ir a vivir a Madrid por las amenazas de ETA.
Pacho era, y es, por lo que he podido constatar las escasas ocasiones en que he vuelto a tener contacto con él durante las últimas décadas, un personaje muy particular. Es fantasioso hasta su máximo extremo. Todo lo que le ocurre lo relata como un suceso épico. Es la única persona a la que le he contado una anécdota que me había sucedido y que, dos días después, me la relató a mí, habiéndose convertido él en el protagonista. Todos los que le conocíamos alucinábamos con sus fanfarronadas, que eran cómicas por lo exageradas, a pesar de que, en el fondo no era muy valiente. Quizás uno de los motivos podría tener que ver con que era el séptimo de ocho hermanos. Basten un par de anécdotas. Practicaba mucho la natación. Un día llegó a su casa exultante mientras los demás comían, exhibiendo una medalla y gritando con júbilo: ¡He quedado tercero! ¡Soy medalla de bronce! Uno de sus hermanos, le pregunté: ¿Cuántos erais? Y Pacho respondió sin amilanarse: ¡Tres! Otra anécdota: Pacho era seis meses mayor que mi primo Luis. Un día, en medio de una conversación, le puso el brazo sobre el hombro con aire protector y le dijo: “Cuando tengas mi edad lo comprenderás”.
Pues allí estaba nuestro inefable Pacho, que llegó a la tarde del quinto día y, por sus palabras, parecía que pensaba recoger la almendra de toda la provincia en un par de días. Así pues, a la mañana siguiente, cuando nuestro antiguo casero -que había venido también a ayudar, y que él sí que era una auténtica máquina trabajando- preguntó quién se quedaba a ayudarle pelando las almendras mientras los demás se iban a varear, al quedar todos en silencio, él dio un paso adelante como si se presentara para una misión suicida en Afganistán. Estuvimos vareando almendros desde las nueve hasta las dos, en que regresamos para comer. Nos sorprendió encontrar a Pacho sentado en el escalón que forma la pequeña acera que rodea la casa. Antes de que le pudiéramos preguntar nada, nos dijo: “Estoy destrozado. Creo que he tenido una angina de pecho. He tenido que parar para que no me diera un ataque al corazón”. Gonzalo y yo nos sonreímos. El recurso del corazón ya lo utilizaba cinco años antes, la única vez que vino una Semana Santa a Jijona para captar la atención de alguna chica. Sin embargo, cuando entramos en la casa, mi madre sí que estaba preocupada, la pobre, y nos informó de que llevaba “reposando” desde las doce. ¡Hacía dos horas! El resto de los días se limitó a varear sin hacer “esfuerzos sobrehumanos”.
Pero la peladura no era el último trabajo que conllevaba la recogida de la almendra. Un par de veces al día había que subir al tejado del garaje donde se secaba para, arrastrando los pies bajo la capa de quince centímetros de almendra, moverlas para que subieran arriba las de debajo. Esa tarea aparentemente sencilla, te hacía sudar como una mula cargada y agotaba mucho más de lo imaginable. Y además de cargar los sacos de entre treinta y sesenta kilos en el camión que las venía a recoger, primero había que ensacarla y ese era el motivo por el que se subía la almendra pelada hasta el techo del garaje que, no sólo estaba embaldosado y era liso, sino que en el centro sobresalía cinco centímetros de un tubo que llegaba hasta a un metro del suelo del piso de abajo. Cuando tocaba ensacar, abajo alguien iba colocando sacos vacíos bajo el tubo mientras, arriba, alguien con una pala iba arrojando la almendra por el tubo hasta ensacar las diez o doce toneladas que allí había. A mí me cayó en gracia empujar las almendras hasta aquel tubo. El trabajo debió durar una hora sin parar, más o menos. Cuál no sería mi sorpresa al terminar e irme a erguir para salir de allí cuando, por primera y única vez en mi vida, mis músculos dorsales se negaron a obedecerme y tuve que bajar como un anciano encorvado. Aquel estado me duró al menos media hora.
Como corolario diré que mi hermano no superó gracias a aquel trabajo físico sus adicciones, que fueron a más, y que yo, con el dinero que gané, amplié sustancialmente mi colección de vinilos, que aún conservo, aunque por motivos meramente sentimentales y, por única vez en mi vida, compré algo en Loewe: una billetera gris a mi novia que le duró casi tanto años como a mí los discos.