Un Pez Enorme Subiendo la Escalera
Edgard Cardoza
Entonces Yavé dio la orden al pez
y éste vomitó a Jonás sobre la tierra...
Jon 2, 10
Mientras Jacob dormía, soñó con una escala
apoyada en la tierra, que tocaba el cielo con su punta...
Gen 28, 12
Honestamente: a mí la cantilena del tal Bartleby me cansó. ¿Se acuerdan de Melville? Nomás porque no cupo la ballena. Si no también la incluye en tal historia con todo y su proverbial empaque y su cola de oleaje tempestuoso. Pero la rebajó, la puso a dieta de ajo serenado y resultó un simplón remedo de hombre, golemcito de banqueta, que sólo sabe decir: preferiría no hacerlo . Y sí, los dos son los extremos –uno inflado hasta la locura y el otro ñengo hasta el paroxismo- de un mismo personaje: Dios: que primero se comporta en negro eléctrico, al máximo de su ostentación –fuerza desbocada, casi maremoto- y en esta noveleta ( Bartleby el escribiente ) nos da el blanco tan al filo de la vida que el hacer lo vuelve impuro y prefiere el no hacer para salvarse. Moby Dick cabalga el mar (la vida misma), emitiendo señales diversas, sin lograr ser entendido por el hombre sino hasta el borde del inminente vacío. Bartleby, comparte el lenguaje con sus congéneres humanos, pero reniega de ese don porque para él ha sido convertido en rutina maloliente. Vale más palabra muda que mal interpretada, nos da a entender Bartleby, y en aquel estribillo está su muerte: la expresión preferiría no hacerlo , su señal de hombre diferente –que de fórmula simple se constituye, a base de repetirla, en muralla infranqueable- es también su condena.
Y aquí tienen que estos dos personajes, cuyo creador no osó ponerlos nunca a compartir el mismo espacio, se encuentran de pronto en esta historia: Moby Dick no es ya ballena blanca, ni se mueve en las olas bajo el odio de Ahab. Es más bien una bella, no blanca, terrestre, displicente y hasta hace algunas horas desempleada...A tan temprana altura del azar no llegan mal unas cuantas preguntas: ¿No habrá aparecido nuestro presunto Moby Dick en este enredo sólo para explicar ciertas líneas de relación entre diferentes personajes de un mismo autor, por muy lejanos que parezcan, o como justificación de algún insípido anagrama? Pinche Bartleby, ¿Homosexual el desgraciado? ¿Hablaba poco para no hacer notar su acento apuñalado?...Allá él (ellos) y su silencio. Yo mejor voy a lo mío: a pastorear cardúmenes hasta el islote donde los castos masturban sus doncellas con yemas de poco güevo .
El caso es que: Estela llamémosla: para que nadie vaya sentir balconeo prejuzgado ni espina verecunda. El caso es que Estela -ya así en confianza para digerir mejor el estribillo- se levantó temprano; las perspectivas de ese primer día de trabajo le han despertado nuevos ánimos. Siente el cuerpo liviano, la mente despejada y hacia donde se mueva parece seguirla un feliz tintinear de campanillas. ¿Cuánto tiempo tenía desempleada? No sabe precisarlo, pero juzga que ha sido demasiado. ¿Qué tal sería su jefe? ¿Exigente?, ¿acosador como el último que no cejó hasta clavarle el arpón en la entrepierna y guardarle en la carne un ballenato. ‘Preferiría no hacerlo', se resistía, ‘preferiría no hacerlo', pero la carne es débil, la insistencia fecunda y ha resultado un hijo para recrear adagios. ‘No me pondré nerviosa', piensa, ‘no me pondré nerviosa'. Y se siente capaz de cruzar a nado el mar, de domar fieras de agua o tierra si la oportunidad se presentara. ‘Bah, ni que el trabajo de secretaria fuera cosa de otro mundo'. Es más: algo le grita en su interior que va al encuentro de una ocasión guardada especialmente para ella en algún lugar del tiempo.
Ante el espejo acaba de ver en su cara lo difíciles que han sido los meses anteriores a este día, ¿venturoso? La asalta de pronto el pensamiento de que en el mar la vida es más sabrosa . No recala demasiado en la idea. Da un último retoque al maquillaje y acto seguido se inclina a besar al sirenito , digo ballenito , digo al niño paliducho, de unos cuatro años, que la observa con ojos de sueño desde la cabecera de su pequeña cama. Se inclina y le da un beso en la frente:
-Mmuá. Ahorita te llevo con tu abuela para que te vuelvas a dormir.
-Prefiero no... Tú ya no me quieres –responde el infante con voz chillona.
Estela parece no escucharlo. Lo toma entre sus brazos, sale de su cuarto y se dirige a la habitación de al lado. Da dos toquidos en la puerta:
-Mamá, ¿ya estás despierta? Voy a pasar a dejarte al niño.
Ha tomado tantas veces en el mismo sitio el autobús, pero este día todo parece diferente. Lo que queda de la antigua caseta de espera y que guarda las voces y humores de los viajeros de otros tiempos es como un estanque de agua rancia: todos exhalan mareas aún no amanecidas... Recorre lentamente las caras de aquellos seres de gestos compulsivos y nerviosos que aguardan una suerte de rosa de los vientos que no llegará nunca: su única posesión es ese cuerpo rutinario anclado en un banco de arena ardiendo en bruma: cada cuerpo es un barco varado: no importa lo que ocurra en las aguas vecinas: el mar es sólo “su” mar particular, su breve mar: el gran mar es un inmenso barco de velas en posición de fuga: tu mar es mi tormenta y viceversa. Pero cada tormenta no logra salpicar el corazón del otro. Tormentas compartidas, ¿para qué?..
Y aquellos edificios de allá al fondo. ¿Ídolos sordos o barcos encallados? Escojan ustedes la imagen que prefieran... Pues bien, de la apariencia que hayan elegido ha surgido un autobús destartalado de la línea “Delfines”, que a esta hora de la mañana surca el viento como lata de sardinas en proceso aún de llena... Al abordar el torpe galeoncete de tierra, Estela cree leer muestras de ánimo en los rostros de sus acompañantes, mas si existió tal expresión se diluyó muy pronto. Todos continúan en su egocéntrico rumiar... Un moscardón insiste en tomar por nido su oreja derecha (caracola, caracola, oído que añora el mar). Los zumbidos agitan la memoria de Estela: pero no recuerda –como sería de esperarse- acontecimientos de la vida familiar, conversaciones de amigos, consejos de los ancianos más queridos: No: Estela aprieta la mandíbula y se mira sosteniendo entre sus fauces inacabables la pierna sangrante de Ahab el marinero... Se observa acechando, desde un cuerpo como isla sumergida, un barco ballenero... Se siente herida y saltando entre las olas...
Es hasta descender de aquel “Delfín” de lámina cuando vuelven las palabras de su hijo:
-Prefiero no...
Para dar con el número diez de la calle Muralla, ha recorrido talvez unos cien metros. Un hombre ya mayor del que emana un concentrado olor a barco pescador, de ojos como de mar en pleno invierno, y a quien sin precisar el motivo ve más asomos de pirata jubilado que de conserje, sale del edificio. Ansiosa, le pregunta sobre la ubicación exacta del que desde hoy será, supuestamente, su espacio de trabajo.
-Llega temprano, el jefe aún no llega...Pero suba, suba –comenta hoscamente el hombrecillo. Y señala con el índice artrítico hacia el piso de arriba.
Al ascender las escaleras, en vez del feliz tintinear de campanillas, Estela escucha brotar de su boca un sonido estridente, que cualquier conocedor compararía a un lamento de ballena herida. Pero no: ¿las ballenas suben escaleras?..
Entra por la única puerta abierta, ve varios escritorios, y allá al fondo, frente a una ventana que alumbra su transparencia hacia el lejano fondo azul, está un hombre, de atuendo muy pasado de moda, doblando algunas telas con aspecto de frazadas.
-Buenos Días –intenta decir Estela, pero el hombre, presintiéndola, da ágilmente la vuelta hacia ella y habla primero:
-Por fin llegas, hermanita, te he estado esperando muchos, muchos años.
-Pero si tú antes a duras penas si emitías palabra. ¿Ahora por qué tan comunicativo? –Se escucha decir Estela, sorprendida.
-Antes tú tampoco hablabas. Lo más que hacías era lanzar algún sonido indescifrable, saltar sobre las olas, devorar miembros de marinero... Ésta, hermanita, es otra historia –dice Bartleby...
Se van aproximando uno al otro. Y en esa breve, menguante travesía, sienten que han encontrado al fin su “yo” complementario...
Estela recuerda el pasaje bíblico en el que Dios ordena a aquella ballena trasbocar a Jonás sobre la tierra. La ballena bíblica y la de Ahab, ¿son ella misma?: ‘Uno es todos los tiempos y todas las presencias, ¿por qué no?', piensa.
Bartleby ve aflorar bajo sus pies los peldaños del sueño de Jacob: ‘Algún cuerpo de este inmenso reino –animal o humano, real o imaginativo, líquido o mineral- es nuestro complemento', reflexiona.
Y al fundirse en aquel estrecho abrazo de hermanos entrañables, comprenden que en el otro (los otros) se manifiesta el cielo, y que el cielo es sólo eso: un abrazo... Así de simple: como el mar, los sueños, el encuentro venturoso de dos imágenes distantes, las palabras dichas, o las dichas aún en proyecto de palabra.
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* Bartleby, Moby Dick, Ahab: personajes centrales de las historias Bartleby el escribiente (el primero) y Moby Dick (los dos siguientes), del norteamericano Herman Melville.