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ISSN 1989-4163

NUMERO 65 - SEPTIEMBRE 2015

Sobre Héroes y Mártires de Andar por Casa

Agustín Fernández Mallo

 

Pleno verano y en no sé qué montaña de no sé qué cordillera de no sé qué país, dos individuos, seguramente civilizados, educados, sensatos, se proponen un aparente imposible: provistos de esquís descender un barranco de piedra viva, resaltes rocosos y demás obstáculos naturales a velocidades que desafían a una moto GP. Para matarse. Y, en efecto, uno de ellos se mata. La noticia es dada en todos informativos. Invariablemente, los locutores destacan la capacidad de superación del fallecido, su excelencia, su tesón, el ejemplo que era y será para todos los jóvenes.

¿Me lo repite, señor locutor?

Sorprende que en un momento en el que los Estados occidentales han mutado en verdaderas máquinas de sobreprotección del ciudadano (programas de salud, programas sociales, atención a la infancia, farmacias como ágoras, atención a los mayores, ayudas a los trabajadores, ayudas a los defraudadores, y hasta ayudas a toda clase animales domésticos y salvajes), sorprende, decía, que las televisiones y los diarios, abducidos por la retórica del héroe/mártir en la que se ve envuelta el deporte alienten a “los jóvenes” a ir directamente a la tumba. Es como si tuviéramos la necesidad de generar muertos de prestigio, héroes y sus consecuentes mártires. En su Masa y poder , Elias Canetti habla de la teoría del superviviente: pocas cosas producen más exaltación que ver cómo la muerte ha tocado con su dedo a los demás y a ti no, que la muerte no te ha elegido; ello te inviste de aparente inmunidad, te vacuna, ante la muerte de por vida.

Los motivos para generar héroes y mártires varían (y variarán) a lo largo del tiempo, pero los mecanismos prevalecen. Antes (pongamos hace un siglo), el hecho de que repentinamente se te muriera el cónyuge desencadenaba una tremenda compasión hacia el viudo o la viuda, los cuales, condenados ya a habitar en soledad la Tierra, llevarían su dolor y castidad con abnegación de deportista de élite. Por el contrario, quien se mataba intentando cruzar a nado el Canal de la Mancha era un chalado que, bueno, al fin y al cabo, por tonto él mismo se lo había buscado. Hoy, aquel que en el gimnasio se revienta el cuerpo a tendinitis queda bien, en realidad queda fenomenal; hace menos de 50 años cualquier individuo civilizado hubiera considerado tal práctica propia de una mente disfuncional. Aunque ahora nos parezca un disparate, al menos hasta la 2ª Guerra Mundial los jóvenes deseaban ir a la guerra, no hacerlo representaba carecer de honor de por vida; nada había más heroico que morir por la patria y la bandera.

Hace ya bastantes años, Sánchez Ferlosio publicó un ensayo, Mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado . Estábamos en 1986. Meses antes el trasbordador espacial Challenger misteriosamente había explotado a los 73 segundos de su lanzamiento; de inmediato sus 7 tripulantes fueron elevados de mitológicos héroes a mártires cristianos. Todos lo vimos en TV. Yo estaba en 1º de carrera, en la Facultad no pocos profesores se afanaban en aventurar el porqué del fallo de la nave. Luego llegó Feynman y, en la NASA, ante un granado auditorio halló la explicación en un abrir y cerrar de ojos. También en un abrir y cerrar de ojos Sánchez Ferlosio explicó cómo las sociedades necesitamos generar muertos que en sacrificio ofrecemos a los dioses, víctimas propiciatorias que nos redimen de nuestra condición de pobres entes carnales. En el caso del Challenger, ese dios se llamaba progreso , en su subconjunto “colonización del espacio”. Ése y no otro es el motivo por el cual los humanos de a pie admiramos tanto a alpinistas, toreros, macarras de barrio, corredores de Fórmula 1 y a todo aquel que se enfrente al riesgo extremo. Del héroe mitológico al adicto a despeñarse mientras baja con esquís un barranco hay poca distancia.

También en las artes funciona la figura del Mesías devenido en mártir. Pongamos por caso el experimentalista que podría escribir verdaderos best sellers porque, en efecto, sabe hacerlo, podría vivir como un marajá, pero lo arriesga todo para salvar la literatura de su aborregamiento aún a sabiendas de que tras el triunfo será denostado por, al menos, la siguiente generación. Pero habrá valido la pena, gracias a él la narrativa nacional –y acaso también la extraterrestre- ya nunca será lo que era. O el escritor que en tiempos revueltos se dedica a amar a sus semejantes, tanto los ama que sacrifica su buena y aplicada prosa por comprometidos pero simplistas relatos morales, no obstante verdaderos faros del pueblo. Sabe que cuando cesen los vítores quedará como aquel que vendió su arte por un instante de fama, pero da igual, tras él habrá dejado un rastro de ejemplaridad.

Los casos se multiplican. Belén Esteban es elevada a Princesa del Pueblo para dejarla luego caer en modo mártir. Ese que pone una marca de agua en una anodina foto que cuelga en Pinterest, secretamente activa el mecanismo que le llevará a la queja del mártir: “¡ladrones, me habéis copiado la foto!” Janis Joplin muere en su habitación de hotel pero rápidamente corre la leyenda de que todo ocurrió en plena actuación, sobre el escenario que la consagra como mártir del rock; su versión contemporánea es Enrique Iglesias destrozándose los dedos en el intento de atrapar un dron que él mismo había liberado. Artur Mas quedará como aquel que se autoinmoló en el intento de abrir las aguas del océano para salvar a su pueblo, Rajoy como aquel que justo antes de poner la bandera en lo alto de la colina cayó en combate por salvar a una nación de una debacle económica. Y así con todo.

De cualquier modo, queda la gran pregunta, aquella que de conocer su respuesta lo sabríamos todo acerca de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, pregunta en la que confluyen esos vectores ciegos a los que solemos llamar neoliberalismo y socialdemocracia: ¿por qué está permitido matarse jugando al tenis pero no fumando?

 

 

Mártir

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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