Son las cuatro de la tarde. En el cielo un sol despiadado, capaz de derretir la brea de la carretera. Él camina por la calle con la cabeza baja. La falta de confianza y sus múltiples complejos le hacen ser una persona tremendamente introvertida que huye de todo y de todos. Su aspecto deforme es el principal motivo de sus problemas. Ese día decide hacer algo que nunca antes se ha atrevido a hacer. Cumple treinta y cinco años y desea celebrarlo en compañía de una mujer. Su única posibilidad es acudir a una puta. Por eso va de camino a un prostíbulo. Suda a mares y no solo por el calor. Los nervios se le agarrotan en el estómago y le entumecen los músculos del diafragma impidiéndole respirar con facilidad. No está seguro de que cuando llegue se atreva a entrar. Al girar a la derecha y acometer la avenida advierte que se acerca una madre acompañada de su hijo pequeño. Él siempre ha tenido miedo de la sinceridad de los niños. Cruza rápidamente de acera. De reojo ve cómo la criatura le señala con el dedo. Sigue andando, disimulando la vergüenza y arrastrando la mirada por el suelo. El incidente le resta parte de su escasa confianza. A punto está de darse la vuelta y regresar a casa. Pero la necesidad de conocer íntimamente a una mujer no solo es algo fisiológico, también es un asunto de orgullo y superación. Por eso sigue adelante.
Cuando llega a la dirección indicada está empapado en sudor. Se apresura a llamar al portero automático. Sabe que si se lo piensa dos veces acabará por no hacerlo. Abren la puerta sin preguntar. Entra en el portal. Las piernas le tiemblan. Por un momento cree que va a sufrir un ataque de ansiedad. Quiere calmarse respirando el aire fresco del edificio. En cuanto llegue al primer piso ya no habrá marcha atrás. Se pregunta si tendrá valor para continuar. Sigue subiendo las escaleras. La puerta a la que debe llamar es la B. Se queda parado enfrente leyendo un pequeño cartel: “Agencia artística” ¿Qué coño tiene que ver una agencia artística con un burdel? Entonces la puerta se abre cogiéndole por sorpresa. Una mujer de unos cincuenta años con exceso de maquillaje sale a recibirle. Al verle reacciona con rechazo. Da un paso atrás y hace amago de dejarle fuera, luego se lo piensa y con gesto apremiante le indica que entre.
- Es que no quiero problemas con los vecinos.
Le guía por un largo pasillo con puertas cerradas a ambos lados. Llegan a la del fondo. La madame le invita a entrar.
- Espera aquí, cariño. Ahora pasan las chicas para que elijas.
Hay una cama en el centro, a su lado una mesilla con una bandeja llena de condones, pañuelos de papel y un frasco de lubricante. Las persianas están medio bajadas y la luz es tenue. No sabe si debe esperar de pie o sentarse en la cama. Opta por lo segundo. Las manos le sudan y nota la garganta seca y estropajosa. Pasados unos minutos entra una mujer. Va vestida con ropa interior negra de encaje. Está algo rellenita. Al verle no puede evitar un gesto de desagrado que trata de disimular.
- Hola, me llamo Tamara.
Después de la presentación sale. De seguido entra otra chica. Es más joven y mucho más delgada que la anterior. Lleva ligueros y zapatos de tacón. Su rostro es duro y anguloso. No se inmuta al verle. Seguramente su compañera le ha avisado de lo que se iba a encontrar.
- Me llamo Sammy.
Sale y entra una negra. Es alta, llena de curvas y con unas caderas y pechos impresionantes. Al igual que las otras viste lencería de encaje.
- Soy Yamila. Encantada de conocerte.
Se acerca hasta él y le besa en la mejilla. Es el primer beso que recibe de una mujer y reacciona agarrotándose. Su falta de experiencia queda en evidencia. Yamila le tranquiliza con unas palabras de ánimo.
- Suave mi amor, que aquí no nos comemos a nadie.
La cuarta es una joven venezolana. También va con unas braguitas negras de encaje y un minúsculo sujetador. Su cara es tierna y hermosa. La joven se queda junto a la puerta, sin atreverse a entrar. Parece nerviosa y en todo momento evita mirarle a la cara.
- Mi nombre es Silvia.
Dice con un hilillo de voz apenas audible. Seguidamente se retira para dar paso a la madame.
- ¿A cuál eliges?
- A Silvia.
Se sorprende por tenerlo tan claro.
- Te explico: un cuarto de hora son cincuenta euros; media hora, sesenta; una hora, cien. Luego, si quieres griego o cualquier otra cosa, tienes que pagar un extra.
- Creo que… con media hora será suficiente.
Saca la cartera y paga.
- Que disfrutes.
La madame sale guardándose el dinero en el escote. A pesar de que en la habitación se está fresquito él sigue sudando a chorros. Tiene la garganta tan seca que se arrepiente de no haber pedido un vaso de agua. Ya no hay marcha atrás. Por fin va a saber lo que es el calor de una mujer. Aguarda sentado en el borde de la cama. Unos susurros le llegan del pasillo. Aguza el oído. Reconoce las voces de Silvia y la madame.
- ¿Usted le ha visto la cara?
- ¿Y qué? En este trabajo no discriminamos a nadie.
- Yo no pienso acostarme con ese monstruo.
- Claro que lo vas a hacer.
- No, no puedo… con ese no.
- En la cama todos son iguales.
Escucharlas es como recibir aceite hirviendo en los tímpanos.
- ¡Por favor, señora! No me obligue a hacerlo.
- Mira, Silvia. No quiero problemas, así que entra ahí y haz tu trabajo.
- Ni siquiera he podido mirarle a la cara.
- Baja la voz que nos va a oír, desgraciada…
Las mujeres se apartan para seguir la discusión sin el temor a ser oídas. Él aprovecha para escabullirse por el pasillo. No tiene sentido quedarse ahí y sufrir más humillaciones. La madame y Silvia se han trasladado a la cocina, al pasar puede verlas a través de la ranura de la puerta. Continúa hasta llegar a la salida y escapa por las escaleras. En la calle recibe una bofetada de calor. Camina tratando de asimilar las palabras de Silvia. Ha dejado de sudar y una especie de frío resentimiento recorre sus venas. Anda por las calles, ajeno a lo que le rodea. Llega a un parque y busca un sitio apartado y con sombra donde sentarse. Lo encuentra junto a un sauce que está al lado de una fuentecilla. Aprovecha para beber y recuperar la humedad en la garganta. De pronto se siente mejor. Sin duda el agua fresca y la sombra ayudan. Pero hay algo más. Se trata de un agradable sentimiento que brota de su interior. Que le emana directamente del alma. Se da cuenta que al recordar las palabras de Silvia ya no le duelen. Tal vez con su rechazo ha asimilado que es feo y deforme y, una vez asumido, ya no le parece tan terrible. Reflexiona. No, no es eso. Desde hace mucho sabe que es un monstruo. Todo el mundo se encarga de recordárselo. Entonces ¿de dónde surge ese sentimiento purificador que le sirve de bálsamo contra la vergüenza y el dolor? Quizás creyó que no iba a soportar el rechazo de una mujer y al pasar por ello y verse intacto le ha liberado del trauma. Sí, quizá sea eso. Ha soportado el rechazo de una mujer y sigue de una pieza. Un niño de unos ocho años se acerca haciendo volar un avión de juguete. Él lo observa desde su asiento sin sentir ningún temor, cosa que le sorprende. Cuando el niño se da cuenta de su presencia se queda paralizado. Le mira con los ojos muy abiertos y una mueca en la boca entre asco y miedo. Él le mantiene la mirada, sonriéndole. Finalmente, en un gesto de camaradería, le guiña un ojo. El niño echa a correr asustado. Él suelta una carcajada. La primera en mucho tiempo. También eso le sorprende. Indudablemente es un día lleno de sorpresas. El adecuado para su trigésimo quinto cumpleaños. Se recuesta en el banco. Observa la luz del sol filtrada a través de las hojas de los árboles, escucha el canto de los pájaros y el murmullo del agua. Se siente vivo y a salvo. Tiene la certeza de que un cambio se ha producido en él. Uno que mejora las cosas y que deja al descubierto un resquicio de esperanza. Se pone en pie y anda con la cabeza erguida. Dispuesto a mirar directamente a los ojos de aquellos que se crucen en su camino.