Sobreviví —es un decir— a dos ferias de San Fermín en los años 60. Desde entonces, no he vuelto a asistir a unos festejos de tan bárbaro primitivismo, donde la épica y retadora carrera ante los toros apenas dura unos minutos frente a la orgía desatada durante el resto del día.
A mí me pasa, seguramente, como a muchos pamploneses que aprovechan las festividades sanfermineras para abandonar una ciudad entregada en gran medida al ruido, al alcohol, a la promiscuidad y a lo que se tercie.
En eso, sobre todo, radica el éxito de unas fiestas cuyo balance final no se mide por las gestas taurinas, los actos culturales realizados o la creatividad de sus participantes, sino por los heridos atendidos, las broncas contabilizadas, los comas etílicos producidos o las denuncias policiales presentadas.
Seguramente exagero y nada de eso buscan en Pamplona los miles de visitantes atraídos por la espontaneidad nada reprimida de sus fiestas. Pero es así.
En la década de los 90, cuando las cadenas televisivas españolas pasaban de los encierros de San Fermín, un canal norteamericano ofrecía con estricta puntualidad el día a día de la efeméride: herencia, sin duda de la admiración que había suscitado a Hemingway en su novela Fiesta. Ahora, en cambio, todo el mundo se apunta al espectáculo pamplonés y se escandaliza, incluso, ante las imágenes de unas jóvenes sobeteadas por todo quisque. ¡Como si eso fuese la excepción y no la norma del jocoso desmadre sanferminero!
No queramos creer, pues, que estos festejos son algo distinto que lo que son y de aceptarlos hay que hacerlo con todas sus consecuencias. Ya lo dijo en su día Julio Cortázar —y antes que él el poeta francés Paul Valéry—: “El mundo no estaría mal del todo si no fuese por culpa de las fiestas”.
Pues eso.