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ISSN 1989-4163

NUMERO 45 - SEPTIEMBRE 2013

Septiembre

Rosa Mª Ortega

 

Querido verano,

era un efecto colateral y consabido que llegase Septiembre. No si viajas en pos del descanso, ojo avizor. Pero si vuelves al tajo, desde luego, estás varado entre el Duero y el Guadiana, y entonces, Septiembre es un mes repugnante y más abominable que el Hombre de las Nieves del Kilimanjaro. Ava Gardner y Gregory Peck frente a la bestia prehistórica que asusta a los críos. Pues eso. Aunque a los críos se la rebufa, seamos claros, porque siempre se descojonan cuando ven un Hombre de las Nieves. Ni hablar de abominable. Lo descuartizan a bolazo blanco y limpio. Pero tampoco voy a meterme ahora con el listín de insalubles leyendas truculentas, porque si empezamos, igual me da por cotejar a Freddy Krueger y a Jason con el arcángel San Gabriel, y desbarato el arsenal espeluznante del séptimo arte. Y NO-ESTOY por la labor.

Total, que ha llegado Septiembre. Y lo mires por donde lo mires, de arriba a abajo, de abajo a arriba, es el acabose. El remate. Una faena para el inasequible al desaliento del termómetro en alza. Claro que, a mí, este año, me importa francamente tres cajones del armario y una silla, porque apenas he pisado la arenilla de la playa. Todo lo más, la he visto al fondo del paquete de cereales que tomo en el desayuno, que ya no sé si los copos de avena y trigo se desintegran en polvillo, o es el ostracismo voluntario al que se somete el grano para hacerse incorpóreo. Y eso es lo más parecido a la arena de playa que he visto este año. Hazte una idea, chaval. Ni siquiera me ha picado una vaporosa medusa de los mares, así es que, lo que es por mí, Septiembre puede hacer acto de presencia cuando le venga en gana, y gallardear de no ser en absoluto un mes abyecto, ni ominoso, ni execrable, que ya deja bien clarito que es un prodigio de la naturaleza mensual con derecho a escándalo.

Vale, y ahora cuento las andanzas de agosto: he convivido con un bicho verde en el baño durante dos días. Dos. El tercero, la palmó. Menos mal, porque no sabía como decirle: “¡¡Vete!!”, así es que pulvericé un ambientador con aroma de rozagante coco, y el bicho pilló una curda de tres pares, y se despanzurró con apuro respiratorio. Menudo soplamemo. Iba listo si pretendía volar al Pacífico a tostarse bajo un cocotero filipino. Se iba a quedar como Keith Richards cuando le cayó aquel coco en la testa y le dejó más mendrugo de lo que ya iba en la isla Fidji. Luego está que otro día, mi bonito zapato izquierdo color crema decidió que tenía los días contados, y se rajó en seco. Se negó en rotundo a seguir caminando junto al derecho. Me miró de soslayo por la punta y me dijo: “Ahora, guapa, sigue tú, que yo me bajo”. Y me dejó caminando, en la estacada, con una cojera del quince, durante más de treinta minutos, con el precioso tacón de 10 centímetros en la mano, hasta llegar a casa. Aunque antes, un viejo conocido me detuvo por el camino para decirme: “¡Qué guapa estás! Y cómo caminas.” Dos leches. Aunque, eso sí, me conservo bien. Me meto en la nevera cada tres horas y salgo como nueva. No, qué va, eso es broma. ¡No quepo en la nevera, hombre! Lo que sí hago de vez en cuando es pasar una noche a la intemperie y conocer a tipos con escala en el camino de Santiago. Eso hay que hacerlo una vez en la vida como poco, y a mí me ha tocado este agosto. Perdí el último tren de vuelta a casa, y el sentido común cabizbajo me dictó la brillante idea de pasar la noche sentada en un banco de una explanada, frente a la estación, a presenciar el robo de una mochila guiri, una persecución de rumanos y un señor pensando con la de abajo, bragueta abierta. Que de haber sido Pérez-Reverte en tiempos de reportero de guerra, habría tenido su oportuna dosis de emoción, pero tratándose de “yo y mis circunstancias”, no me hacía ninguna falta correr un riesgo nocturno a contratiempo en la gran ciudad, que en la vida he tenido yo espíritu aventurero y no sé por qué narices tuve que tenerlo la noche de marras. Aunque el mochilero peregrino fue mi charla de refugio, eso es cierto. Pero me ocurre todo por idiota. Me equivoco por idiota. Me enfurezco por idiota. Me enamoro por idiota. Es superfluo, lo sé. Pero lo hago. Por idiota. Y así ha pasado el calor a mi vera, de valiente paladín frente a mi flaqueza. Que me ha quedado en el tintero asignatura pendiente de cine. Por ejemplo, “El acorazado Potemkin”, que si era predilecta de Billy Wilder, aunque muda, hay que verla. Pues no la he visto. Por idiota. Ni he leído a Thomas Mann. Y quería hacerlo. Pues tampoco. Si me lo tengo dicho: “nada de objetivos no factibles a corto plazo”. Y anda que me hago caso... Espero no prometerme en una de estas aprender arameo, porque a mí, el arameo no me gusta un pelo. El chino, bueno, que son mil millones, y ya hice pinitos en la Facultad de idiomas a mis veinte, pero el arameo, como lengua litúrgica, ya me dirás tú... Eso sí, pese a todo, ha sido un agosto rentable y productivo.

Querido verano, ahora sé más cosas de las que sabía antes. Por ejemplo, un amigo barbudo advierte en un decálogo en ciernes que llevar barba es cojonudo si tienes pensado acampar en el bosque, porque la barba es un repelente de osos natural, y todo el mundo sabe que lo de vagar por los bosques no es sólo propio de Van Helsing o el bueno de Yogui, sino que yo misma, sin ir más lejos, lo hago de vez en cuando, para que me de el aire de los pinos. Como el exfoliante corporal: una vez por semana. Anda que no... Total, aquí me tienes, en los albores de Otoño. O al resquicio de tu Sol. Pergueñando un plan para montarme las vacaciones del próximo año. Con alarde de lenguaje incisivo y cáustico. Aprovechando el tiempo, que todo lo mueve. Pues eso: Septiembre.

Carpe diem, quam minimum credula postero.

Atentamente,

Earth, wind & fire

Septiembre

 

 

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