Envuelto en un revuelo
de mancha venenosa,
golondrina y relámpago
en el patio sin cielo,
sándwich de contrabando,
herido por desdén.
Tenaz al sonreír
con ojos deslumbrados,
prodigio y quasimodo
va Pacheco.
Respirando burbujas
de jabón La Espuma,
la mirada infantil
velada por el miedo
y ese vaivén
de tonta marioneta,
cuchillo de las risas
ogro pobre
malogrado arlequín
agonizante
enfermo
abandonado,
va Pacheco.
Una mañana
de silencio
y desgano
jugó su última siesta
a la mancha asesina,
todos nos opusimos
al decreto fatal
que se nos haya muerto,
por la fullera parca
que le rozó las ropas,
justito antes
que pudiéramos soplarle,
la contraseña tierna
que enjuaga los destinos.
Mancha tuberculosis
-diagnóstico alarmante
enfundado en barbijos-
y nadie quiso sepultar
su cuerpo contagioso
de piedra calcinada,
que nunca más
navegará baldosas
con puntos cardinales,
ni ya será cangrejo,
o cíclope,
ni torpe barrilete
de sábana y terraza.
Apenas un despojo
una incomodidad
un muerto,
para nosotros
una módica causa
de azucarar la vida
sin dobleces ni dádivas,
un hermano mayor
un desconsuelo.
Va Pacheco.
Los que sobrellevamos
miseria y desvarío,
nos vestimos de lutos prematuros
o de amnesia,
de ruinas acordadas
o prisiones,
de fondo de botella
o memoria martirio,
mientras a las puertas del túnel
la araña hilaba como epílogo
su malla de colar
ternuras imprevistas.
Pacheco, luminoso,
descolgó la camisa
del perchero,
calzó su bombín
de escupidera
y se marchó invisible,
en medio de la bulla
de rezos y bomberos,
a guaridas y escombros,
contra todo pronóstico.
Vuelo y extravío
de lázaro sin pompas,
primicia de la muerte,
telegrama feroz
cesanteando a la infancia,
desgajada inocencia,
almácigo de duelos.
Mancha ceniza.
Pacheco va.