Los ronquidos de Dios son
una oronda barriga pegada
con gomina y neurosis
a un falso ciego de pueblo.
Los ronquidos de Dios viajan
en autobús
—8 menos 5 en la plaza—
traqueteando a través de
mares de escarcha.
Los ronquidos de Dios se te
pegan en el
cogote
carraspeando gargajos rotos.
Los ronquidos de Dios patalean
el suelo al
compás de murmullos entre dientes y
balanceos beodos de avión sin alas.
Los ronquidos de Dios huelen
a dulzura de bote y
aromas recogidos entre
dos bombillas de 20 vatios.
Los ronquidos de Dios rasgan
el cielo en dos con trazos
de chorro a reacción sobre
helado lienzo azul.
Los ronquidos de Dios lamen
campos granados de oro y fuego
profanando teologías entre
invocaciones al vientre que los tuvo.
Los ronquidos de Dios cosechan
de las orillas
piececitas mezquinas y
benditas
—aprendices los unos, ruedecillas
las otras
y más allá
una boina botando por cima del retrovisor—.
Los ronquidos de Dios se aposentan
al borde de su abismo
por miedo a caer en su
tristeza perfecta de mudo televisor.