LA NAUMAQUIA TAMBIÉN
reproducía un mundo,
para gozo de sus espectadores.
En los barcos morían
a miles los esclavos,
prisioneros de guerra condenados
a entretener el ocio de la plebe.
Tanta sangre vertida,
tanto miembro arrancado
flotando en aquel lago de ficción
al final de la tarde.
Tanto esfuerzo. El desagüe
teñía de un sutil rosado el coso.
Tras el mudo final, los ciudadanos
volvían a sus casas satisfechos,
la voz ronca de festejar la guerra.
El mercader al rastro, el carnicero
a su mercado infecto, el mercenario
a su oscura guarida, las doncellas
al fanal de su alcoba. Todos eran
personas inocentes y aburridas.
Retomaban sus vidas
sin gritos de entusiasmo,
suspiraban por próximos eventos,
más violentos si cabe. Cocinaban,
hacían el amor, contaban cuentos.
Algunos se aprestaban
a una muerte cercana.
Con la sal de las horas, ya no eran
nada, sino caducidad del signo.
Eso era todo.