El mercado nos crea, a los consumidores, como un jardinero cultiva las flores de su jardín. Prepara todos los detalles: el riego, la tierra, el momento de cultivo, el abono, para que finalmente nuestro relieve de consumidor, de "deseador" de cosas o experiencias, emerja por encima de nuestro relieve humano. Habría que decir que, más que flores, somos el huerto de deseos-fruto que luego el mercado se zampa. La publicidad consigue invertir, si se le paga, nuestras percepciones colectivas. Un ejemplo simple: muchísima gente cree que el color natural de la harina es el blanco, cuando ese color se consigue a base de un proceso de refinado que despoja al grano de la mayor parte de sus propiedades y lo convierte en un alimento casi vacío de nutrientes. Se da la paradoja de que muchas personas ven el pan integral como algo moderno, como un subproducto, algo elaborado y procesado, cuando es justo al revés. Lo mismo ocurre con el azúcar y otros alimentos. O con el papel. En otro plano, por ejemplo el de la medicina, pasa igual: a una persona con síntomas de agotamiento o estrés se le prescriben pastillas en lugar de recomendarle yoga o meditación. La gran mayoría de la población percibe la meditación como algo muy "new age", algo nuevo y sofisticado, y las pastillas como la medicina de toda la vida, esas cosas que te dan señores de bata blanca que están allí desde siempre. Se trata de la misma inversión que se da con la harina o el papel. La meditación tiene miles de años de antigüedad, su validez es insobornable y ha sido testada casi sin pausa desde que el mundo es mundo. No tiene efectos secundarios. Los antidepresivos tienen dos o tres decenios, y cualquiera que se pare a leer un prospecto con calma se echa a temblar. Es el mercado el que decide estas cosas. Hay miles de millones de euros en juego para que la gente compre píldoras, mientras la meditación la haces en cualquier momento y en cualquier lugar y no vale ni un céntimo (salvo si te dejas llevar por algún gurú engañabobos, claro). El mercado es capaz de darle la vuelta a todo: que se vea lo antiguo como novedoso y viceversa. Que se vea lo íntegro como enrarecido y lo procesado como ortodoxo.
Toda esta reflexión la traigo a colación después de haber pasado una semana en la acampada de Plaza Catalunya en Barcelona, tratando de poner mi grano de arena para que podamos visualizar en el horizonte de nuestras ilusiones algo más parecido a una democracia real. Una democracia no procesada por agencias de publicidad que diseñan gaviotas azules o cejas rojas. El correlato político de la harina integral y del azúcar moreno. Una democracia no blanqueada. En Plaza Catalunya he vivido por primera vez una experiencia real de ágora que me ha cambiado profundamente. Participar durate horas en asambleas ha sido revelador. He aprendido cosas difíciles de explicar. He aprendido a consensuar, a escuchar, a modificarme a mí mismo. He aprendido cómo mis propias opiniones pueden cambiar tres veces en veinte minutos gracias al contraste con otras. Mi piel ha verificado algo que ya sabía: no somos nuestras opiniones, somos algo mucho más importante, un espíritu que trasciende nuestro deseo egocéntrico de prevalecer. El mercado ha consiguido que veamos algo muy antiguo, la democracia que consiste en hablar en la plaza pública y convencer a otros, como algo "hippie", moderno e inlcuso extremado o extravagante. Del mismo modo que consigue que veamos el alimento procesado como más puro que el no procesado, hace que veamos la democracia representativa como más auténtica que la asamblearia.
No querría que se coligiera de todo esto que la democracia representativa es mala por definición o que los fenómenos que se están dando en las distintas plazas de Europa y del mundo son perfectos o ni siquiera muy buenos. Para nada. He experimentado también cosas negativas, como la rápida burocratización y solidificación de las estructuras (comisiones que se dividen en subcomisiones hasta el punto de no saber quién hace qué), conatos de embrutecimiento por parte de grupos demasiado ideologizados para representarnos a todos, colectivos que usan la acampada como escaparate propio sin estar demasiado integrados en el objetivo general, egocentrismo a raudales de iluminados individuos salvadores del mundo, y entre otras cosas, mi propia ira y mi desgaste llevándome en volandas en accesos poco democráticos y ciegos por mi parte. Nada es perfecto. Tampoco lo son el pan integral, la meditación o el papel reclicado sin blanquear. Pero son mejores. Al fin y al cabo, todos los errores los hemos cometido como personas, no como consumidores. Como consumidores somos, por definición, infalibles. Cuando consumes no hay error. Sigues eslóganes, ya sean de un producto o de un partido político.
Después de la experiencia puedo decir, con cierta seguridad, que me conozco mejor. Que soy más humilde y, lo más importante, que sé confiar en los otros más de lo que sabía antes. Mis maestros han sido personas reales de cualquier edad, nacionalidad y condición a las que les he visto las caras, a las que he mirado a los ojos y, en algunos casos, a las que he abrazado con emoción o gritado de muy mal humor. He estado enchufado a una energía que no encuentro en el acto de ir cada cuatro años a meter un papel en una urna para que luego unos señores y muy pocas señoras incumplan muchas promesas. En esta democracia de calle en la que, ya lo digo desde ahora, hay mucho que mejorar, he podido descansar en los otros. He confiado incluso cuando estaba en desacuerdo con lo que se decía. Me he dejado caer en ellos y ellas como uno se deja caer en su propia familia.