Yo no nací con las pestañas largas, ni espesas, ni rizadas. Quien las tenía así era mi hermana, quizá por eso mi abuela, que no me tenía ninguna simpatía, me repetía día sí y día también que mis ojos eran chiquitos como piñones mientras que los de mi hermana eran como almendras tostadas, supongo que porque comparados con los míos eran enormes y tenían un hermoso color miel. Pero ése era el menor de los muchos defectos que acompañaban a mi físico: mi nariz tampoco era demasiado vistosa, bueno, vistosa sí en cuanto a tamaño y porque se curvaba insolente hacia mi barbilla. De mi culo y de mis tetas… mejor no hablar. A pesar de todo, en aquellos tiempos no le daba demasiada importancia a tales cosas porque me habían inculcado eso de que “lo importante no es el físico sino la inteligencia”, lo cual me creí a pies juntillas, inocente de mí, y me dediqué a cultivarla a base de sacar matrículas de honor en todas las asignaturas, menos en gimnasia porque mis habilidades en ese campo dejaban mucho que desear.
Cuando cumplí quince años en casa me organizaron una fiesta de lo más espectacular a la que acudieron mis amigas, sus hermanos y los hijos de los amigos de mis padres. Como era lógico, yo estaba excitadísima ante la expectativa de relacionarme con chicos de manera distinta a la que estaba acostumbrada, es decir, ninguna. Viendo mi estado de ansiedad mi madre se empeñó en hacerme caer de la nube al suelo: hija, ten cuidado que de los hombres una no se puede fiar demasiado y a veces son un poco crueles. No entendí demasiado bien tal advertencia pero conociendo su natural tendencia a destruir hasta mis más pequeñas ilusiones me abstuve de pedirle aclaraciones no fuera a ser que me amargara la tarde.
El primer chico que se acercó a felicitarme era el hermano de mi mejor amiga y aunque no me pareció nada atractivo no hubo manera de que se separara de mí en toda la tarde. Desde el primer momento fijó sus ojos en mi boca y no los separó ni un instante ya estuviéramos bailando, bebiendo o charlando. Pero lo peor no acabó ahí porque los demás chicos empezaron a comportarse igual, hasta que me asusté y corrí a contárselo a mi hermana. Con toda naturalidad me lo explicó en seis palabras: es que tienes una boca preciosa. ¿Yo? Si hija, sí, y lo que está pasando es que todos quisieran besártela. Me quedé tan sorprendida que corrí al cuarto de baño para ver si el espejo me confirmaba el dato, entre otras razones porque ese tipo de afirmaciones de mi hermana solía ponerlas en cuarentena. Hice todos los gestos posibles: abrí y cerré la boca, la torcí, la apreté por ambos lados con los dedos, la estiré… Hasta que me acerqué a besar la imagen que el espejo devolvía de mis labios… Los sentí carnosos y húmedos al chocar contra la fría superficie y no sólo me gustó la sensación sino que tuve la intuición de que tenía el mayor don que se puede tener para pasarse la vida suspirando.
No me gustaron nada los primeros besos que compartí porque tanto quienes me besaban como yo misma no teníamos ni la más mínima idea de cómo se hacía. Desde luego aquellos apasionados apretones de labios que se clavaban en los dientes y hacían tanto daño no podían ser besos de verdad como los que se veían en las películas. Como siempre fue mi hermana, la de los ojos como almendras tostadas, quien me lo explicó mediante un ejercicio práctico: abre la boca, me dijo, y me besó metiéndome la lengua hasta dentro. ¡Qué ascoooo! No pretendía que te gustara pero es así como te besan los chicos. Y se marchó riéndose a carcajadas, la muy hija de puta.
Con los siguientes chicos que me besé probé a sacar la lengua tímidamente no fuera a ser que les diera asco o salieran corriendo si lo hacía tal y como me había enseñado mi hermana; ninguno pareció asustarse ni puso reparo alguno aunque tampoco tuvieron la iniciativa de ir más allá, yo creo que no tanto por timidez como por ignorancia. Hasta que le llegó el turno al hijo de nuestro portero... ¡Ay madre, qué diferencia! Cuando rompió la barrera de mis dientes con su lengua supe por fin el significado de un beso bien dado. Hubiese querido pasarme la tarde entera dejándome besar porque percibía como un inquietante latigazo en el estómago la fruición que le producía triturar mi boca como si fuese un chicle. Quizá fuera un poco bestia porque me dejó la piel alrededor de los labios tan irritada que tuve que volar a mi habitación y quedarme sin cenar para que mis padres no lo notaran. Lo importancia de aquella experiencia fue que de la mera intuición pasé a tener conciencia de dónde se concentraba mi poder y cómo debía utilizarlo.
Desde ese día mi carrera como besadora fue imparable y acabé convirtiéndome en una gran profesional en materia de besos, incluso con el tiempo llegué a saber distinguir a distancia qué labios serían capaces de besarme bien o mal, desechando aquellos que intuyera chapuceros, fríos o incómodos. No siempre acerté, lo que me produjo no pocos disgustos. No soportaba que me mordieran los labios o que quisieran pasar la lengua por mis dientes. Lo primero me parecía una forma indisimulable de agresión, como si quisieran apropiárselos o fagocitarlos, arrancármelos de cuajo para despojarme del único poder que tenía. Lo segundo sencillamente me parecía absurdo porque no encontraba sentido que alguien disfrutara limpiándome los dientes con la lengua en vez de hacerlo jugando con la mía. En fin, que de todo hubo y a todos los que no me gustó su forma de besar los despedí sin ningún miramiento. Hubo reproches, incluso amenazas por parte de algunos, pero me mantuve firme porque no podía consentir que el valor de mis labios y de mis besos cotizara a la baja.
Disfrutaba tanto viendo la ansiedad de los hombres por besarme que prescindí de cualquier otro contacto corporal con ellos. Creo que se debió al temor de que si el resto de mi cuerpo no les satisfacía acabara perdiendo mi poder sobre ellos. Y es que tener una boca como la mía era como si te tocara la lotería todas las semanas, porque no había semana en la que no jugara con otras bocas a placer sometiéndolas a mis deseos. Lo mismo daba que fuera con la de el camarero del bar de la esquina, la del taxista que no paraba de mirarme a través del retrovisor, la del mi peluquero o la del poli que vigilaba en la puerta de la comisaría que había debajo de mi casa. Cualquier boca que ansiara la mía y que a mí me pareciera digna de ser satisfecha, todo hay que decirlo, podía traspasar cualquier barrera que las separara para fundirse en un amasijo de besos.
Fueron tantas las bocas que probé y los besos tan intensos que recibí que llegué a saber distinguir qué alimentos habían pasado por ellas, hecho que me permitió tener mis preferencias. Frente a algunos sabores que me repugnaban como era el caso de la coliflor, quizá porque eran alimentos que yo aborrecía, había otros que me apasionaban. En este caso era el sabor a chocolate el que ganaba por goleada, así que a éstas las premiaba con raciones extras de besos hasta que su sabor acababa desapareciendo entre la mezcla de los ácidos salivares. También aprendí qué líquidos bebieron ya fueran puros o mezclados con otros, y he de reconocer que el sabor del gin-tonic era el que más me ponía, sobre todo cuando iba acompañado de un generoso chorro de jugo de limones verdes.
No se me resistieron los dentífricos ni las distintas clases de cigarrillos, llegando incluso a distinguir qué marca de carmín llevaban los labios que habían sido besados antes que los míos. Y es que en el mundo de los besos también existe la competencia y llegar a ser la mejor implica invertir un montón de dinero para poder probar de todo y no equivocarse. Yo mantuve el liderazgo más tiempo que ninguna, el problema es que acabé convirtiéndome en una adicta a la comida, al alcohol y al tabaco. En el caso de los dentífricos me hice una obsesa del lavado de dientes, pero no creo que eso me perjudicara, y en el de los pintalabios acabé pasando el testigo a otras porque llevar los labios pintados me producía la sensación de tener la boca acorchada, pegajosa y sucia.
Pero como decía la castrante de mi madre, los excesos se acaban pagando, y hace dos semanas, en una de esas noches en las que parecía que me faltara tiempo para probar todas las bocas y los besos que se me ofrecían y con el cuerpo bien cargado de humo y alcohol, perdí el equilibrio al bajar las escaleras de un garito, con tan mala suerte que acabé estrellando mi cara contra el borde del último escalón. En el resto del cuerpo no tuve más que algunos moratones pero mi cara debe haber quedado hecha un cristo porque ni la siento; es como si bajo las vendas hubiese sólo un enorme vacío. Aparte de ser operada de urgencias he permanecido dos días inconsciente en la UVI. Hubiese preferido haberme roto las piernas, los brazos y todas las costillas juntas, pero mi boca… No sé qué habrá sido de ella. Necesito saber si mis labios siguen siendo los mismos y si mi sonrisa podrá seguir incitando a que sean besados. Es todo mi capital, la única ganancia que he obtenido de mi apuesta por el juego de la vida y del placer, y todavía, a pesar de no ser ya una jovencita, me siento con fuerzas para seguir jugando muchos años más.
El cirujano plástico no para de decirme que voy a quedar como nueva pero no me fío. Por el tono de su voz estoy convencida de que me está engañando y que algo trama. Es más, creo que se ha aprovechado de mí mientras estaba en la mesa de operaciones y me ha robado la boca para exhibirla como un trofeo delante de sus amigotes. Pero hasta eso le perdonaría si no fuera porque robándome la boca también me habría robado los besos.