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ISSN 1989-4163

NUMERO 25 - SEPTIEMBRE 2011

Tomás

Francisco Manzo-Robledo

No pasaba un día sin que Tomás se congratulara por haberse decidido a venir a la tierra de la abundancia y felicidad. Nada más de pensar las que estaría pasando allá en Tepechicotlán, le daba gracias a todos los santos y beatos del libro del ceremonial. Sin embargo, no escaseaban los momentos en que la nostalgia lo abrumaba. Eso de que… Oh tierra del sol / suspiro por verte, le causaba un vacío “muy dentro del corazón; verdad de Dios”, decía él. Como fantasmas del pasado, le llegaban los momentos en que deseaba salir a la calle, al estilo Pavarotti, y cantar a lo que diera el ronco pecho: “Y al verme tan solo y triste cual hoja al viento...”, y todavía más saturnino se ponía cuando pensaba en los vecinos del barrio: aquella doña Cuca, la esposa del ingeniero caquero, que otros le llamaban ingeniero sanitario, y que lo invitaba a comerse una de frijoles, y siempre terminaba en una orgía culinaria: cecina de venado aderezada con salsa borracha, frijoles refritos con totopos fritos en aceite de oliva 100%, virgen, prensado en frío y dizque español; la sopa de tortilla con queso fresco encima, café de olla de barro y para terminar las dobles porciones de todo, y el pay de queso como sólo ella sabía hacerlo. Y luego se acordaba de los diciembres, meses de las posadas y borracheras que religiosa y católicamente se iniciaban el día 16 de cada diciembre. Doña Loreto era la emprendedora del proyecto “Posada Para Todos”, y siempre se ponía de pecho, que  lo tenía bien provisto, para que la pusieran de encargada de la organización de las festividades. Para taparle el ojo al macho, doña Lore siempre salía con que “¡Ah!... ¡Pero eso sí!... Ni me vayan a decir que no hay rosario y cantos con procesión y burro de verdad, porque ahora sí que no me encargo de nada. Una no puede dejar sus creencias a un lado, por más que me digan que esas cosas son de monjas y de capillitas, cucarachas de iglesia. Yo, a mucho orgullo, ni soy cucaracha y menos monja, pero mis padres, ¡benditos sean!, me educaron muy bien en la fe. Así que, como les digo: primero recordamos lo que pasó con esa Santa Pareja y luego lo que Dios quiera, que para sufrir y hacer su voluntad vinimos al mundo; voy a rentar un burro y vestimos a mija Rosario como María santísima y al hijo de usted, doña Catarina, como el señor San José. ¿Qué les parece?” A todo mundo le parecía “que ándele pues”, consolidando más la aprobación con meneos afirmativos de cabeza.

Aunque el vecindario se preciaba de ser “católico, apostólico y romano”, a los caballeros y una que otra dama descarriada no les daba gran entusiasmo eso de la rezada con la procesión, y menos cuando también se tenía que cantar “pidiendo posada” en seco, es decir, sin tener unos cuantos alicuces,  unos cuantos decilitros del elixir de Cuervo, Herradura, Sauza o de perdida Bacardí. Pero como ya el año anterior se había gastado demasiado tiempo haciéndole entender que lo que realmente se quería era el baile, chupe y comilonga, sobre todo, para no pensar en los problemas que podrían venírseles cuando el partido oficial en el gobierno perdiera, así nomás la dejaron. Como si todos allí se hubieran puesto de acuerdo, le dijeron que como ella lo decidiera estaba más que bien, al fin que ya se habían dado cuenta de que también ella había comprendido el problemón cismático y, convenencieramente, empezaba la posada con las mujeres y los niños “voluntarios”. Para cuando los esposos llegaban del trabajo, la posada estaba ya pedida, asignada y aceptada por la parejita y el burro tres pelos, y lo que seguía era puro festejo baquiano, en el mejor sentido de la palabra.

Lo que a unos no les quedaba muy claro era eso de la virgen y su medio naranjo: a  Rosario no le quedaba un orificio sin haber sido auscultado, cosa que el mismo Tomás podía afirmar ya que lo había comprobado cuatro días antes de la primera posada, cuando en la fiesta de Lupe Quiñones (el doce de diciembre de aquel 2010) la secretaria del presidente municipal; Rosario, bajo una valentía de 80° de alcohol proveniente de cuatro ponches de fruta con curado de nanche y dos de jumilí, lo invitó a “platicar en el asiento trasero de tu carro”. Tomás, sorprendido por tamaña insensatez, pensando en el tremendo escándalo que se haría, él a su edad y Rosario a la suya, así, anonadado y todo, le dijo que “órale…, vamos pues”. Ahí mero, sin darse por enterados que en el asiento trasero de un V.W., ni el magazo Houdini en sus buenos tiempos podría hacerlo, los tórtolos espontáneos se trenzaron en una batalla para ver quién soltaba más líquidos para ahogar al otro, entreverados con pujidos, ayes, que “que buena estás”, y “tú que no te mides”, que “¡qué bárbaro!...me estás matando… ¿qué me estás haciendo chiquilín?”, que “nada, nada, nomás aquí...aquí...aquí...”. Para no despertar sospechas, ni a la fiesta regresaron: derecho al hotel Salomé a terminar lo que muy apresurados, apretujados y algo embarrados habían abordado.

Por otro lado, estaba lo del hijo de Catarina, que de San José no le quedaba ni el báculo; bueno, de que se iba de culo con frecuencia y con cuanto macho le hiciera el favor, ni quien lo negara, aunque doña Cata siguiera pensando que a Miguelito no le funcionaba la envergadura, ni más ni menos, que porque de chico lo habían asustado mucho con que “se lo iba a llevar el coco si hacía cochinadas”. Total que a Miguelito ya se lo habían llevado más de una docena haciendo más que cochinadas, dándole agua de coco al por mayor, y le tenían bien tomada la medida del escape y por eso mismo, por lo menos Tomás pensaba, no le quedaba hacer esos papelones de santo patrón. “Eso sí, que quede bien claro: yo no soy, y puedo jurar que nunca seré, catador de trasero, así que para que no se piense otra cosa”, se decía Tomás a sí mismo, tratando de convencer a nadie.

Pero lo que Tomás no podía negar es que las posadas eran el evento más esperado del barrio, aunque éstas siempre terminaban echando a perder a más de un matrimonio o noviazgo: con tanto bailar de quebradita, no se podían evitar los roces en tercera dimensión que algunas veces tenían secuela nueve mesina.

¡Qué diferencia de vecinos, no cabe duda! A fe que aquí: a la de enfrente, que aquí entre nos, estaba muy buena, sólo le había hablado una vez, cuando, llegando del trabajo, la fémina le hacía señas desesperada para que se estacionara en su cochera. Tomás, caballero andante de muchas batallas, salió de su Mustang dispuesto a tirarse a los pies de la beldad en atuendo de Victoria’s Secret. Ella le dijo que “I need juice”. Tomás, con esa inocencia latina, tradujo textualmente que necesitaba jugo la muy buenona, y él, más puesto que el Mio Cid cuando se la pasaba de comisión real por meses sin nada de nada con su doña, casi se le tiraba encima cuando ella, amorosamente, lo llevó al cofre de su carro para indicarle la batería descargada. Hasta entonces, Tomás comprendió, que por lo menos con él, ahí no habría descargue. Acto seguido, sonó el móvil de la dama y sin decir “good bye”, lo dejó a que se las averiguara solo con el Porche deportivo. Ni las gracias le dio.

El vecino de al lado era un metiche, bombero jubilado que, al parecer, ni con Viagra se afirmaba y, buscando reencontrar la cura milagrosa, se la pasaba “espiando” a su misma esposa (no la de Tomás) cuando ésta salía a tomar el sol de la mañana, el de antes de las once, tirada en el pasto verde del bien cuidado jardín, en traje de Eva en desgracia, para tostar la epidermis como si realmente le hiciera falta después de setenta años, que como a los árboles vetustos, se le podían contar en los dobleces de piel  acordonada de los costados.  Don Peter, como lo llamaba Tomás, se la pasaba todo el santo día espiando quién, como, cuando y dónde, era algo así como el cronista del barrio.

El vecino del lado izquierdo no estaba más que los fines de semana, cuando se la pasaba hablando por el móvil sin parar desde que Dios atardecía hasta bien entrada las dos, tres o cuatro de la mañana. Tomás pensaba que a él no le importaba lo que el vecino hiciera, pero que no fuera “tan hijo de la chingada y putamente desconsiderado”, que por lo menos se metiera a su casa en lugar de estar en el jardín gritando todas sus leperadas y mariconerías (en inglés pero aquí traducidas):
¾Ni te cuento: Stephen ya salió del clóset. Se puso a decírselo a toda su familia. ¿Ya era tiempo no?….Sí, yo también eso le dije….¡Claro!….Pues eso es lo que también yo le dije…¡Claro que sí!….Para que se le quite lo puto…Si  supieras en las que se ha metido…Con John, Thomas y Mike…¡Sí!, ¡No!...¡al mismo tiempo el muy!…hasta que Miguel, ¡zas!....Sí, sí, sí, claro que se lo merecía... Yo por lo menos, y tú tampoco, creo yo,  nunca haríamos eso sin tomar muchas precauciones… ¿verdad que sí?...bueno,...sí...¡por lo menos! ¡Claro!…Sí, sí, sí. Yo le mandé dos paquetes de la pura. Pero el muy puto no me la ha pagado…ya lo tengo en mi lista negra…La semana pasada no me fue tan bien como la anterior, pero no me quejo…sí…sí. Bueno nos seguimos hablando…chao querida…

También por enfrente, vivía John Dillings, cuyo nombre de nacimiento era Yung Chao-Tse-Ming, pero mohíno de que le dijeran cuantas aberraciones existían, descuartizando su solariego apelativo, decidió anglosajonarlo de pe a pa, terminando con la dinastía Ming de un cabrón golpe. Lo mismo hizo su amable compañera: Chao Ling ahora se llamaba Sue MacBerry. Sue llega a su casa, de vuelta del trabajo, siempre muy puntual a las cinco quince de la tarde, abre la puerta de su casa y como pedo tronador, sale el Buddy, ladrando como el bendito, listo para mear y zurrar en y a todo lo que se ponga enfrente. Marca su territorio desde los postes de luz, troncos de árboles, soportes de buzón, llantas de carros, y a Tomás no le ha meado los pies sólo porque no se ha dejado: desde que le dio una tremenda patada en el trasero, de allí en delante Tomás se volvió invisible a la pareja sajona oriental. De todas maneras, el perro rompe récord cada tarde, mientras que su dueña se contenta con dar grititos de geisha aburrida: “Buddy”, “No Buddy, no”, “Buddy get in...I mean it...Buddy”. Y el pinche Buddy que no para la inundación. Ese rito se repite todas las tardes, llueva, truene o esté a toda madre. Definitivamente, al Buddy nadie le gana a mear y cagar, sobre todo en los jardines y banquetas que no pertenecen a los últimos samurái John y Sue.

Y Tomás, allí en el living, sentado en su reposet, devora los nachos con queso, papitas con salsa estilo bbq, y para que no se le olvide México del todo, se toma un six de Coronas bien frías, mientras mira en la caja electrónica su programa favorito: Monday Night Foot-Ball.  “Qué a  toda madre”, dice él, tallándose los dedos sobre el brazo del sillón, limpiándose el exceso de sal que le dejan las fritangas.

Tomás

 

 

 

 

 

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