Recientemente, en la prensa, descubro que la pantera jamaicana sigue activa, con sus cincuenta años, continúa participando en competiciones atléticas de alto nivel. Fue por los años ochenta cuando me quedé prendido de sus ojos, de esa fiereza que desprendía en su mirada, siempre en pugna con las atletas norteamericanas o con las soviéticas de entonces. En mi casa, desde siempre, se apostaba en todos los deportes a perdedor. Vamos, mi padre decía que había que estar con los más débiles, que ya los ricos –real Madrid, Barcelona, europeos occidentales, rusos y americanos del norte- tenían suficiente fama y poder para encima estar animándolos. Así que en el fútbol, me busqué un par de equipos a los que prestar mis apoyos, el Elche de Alicante y el Betis. En los mundiales, apostábamos por las selecciones del este y luego por las asiáticas o africanas. En las olimpiadas más de lo mismo -sobre todo en el atletismo, que era lo que veíamos con una devoción religiosa-. Cuando ganaba un africano, un latinoamericano o un caribeño, dábamos saltos y gritos de alegría. En natación recuerdo un caso con mucha emoción. Siempre me preguntaba porqué no había nadadores de raza negra que destacasen. Nunca supe la respuesta y las que encontré de contenido racial no me convencieron, pero en las olimpiadas de Seúl de mil novecientos ochenta y ocho, un nadador de Surinam -¿dónde queda eso, verdad?-, Anthony Nesty, se encargó de remendar esa escasez de éxitos en cien mariposa.
No sólo por eso apostaba por Merlene, también sentía una devoción especial. A la vez que fiera, luchadora e indómita, era tremendamente guapa y parecía tener un carácter duro y algo hosco. Esa mezcolanza me resultaba de lo más atractiva. Avivaba mi interés por ella su procedencia jamaicana, ya que veneraba a esa isla y todo lo que tenía que ver con los rastafaris. Ahora, casi treinta años después, esta dama ha dejado de participar como atleta de su país natal, según tengo entendido por discusiones con las autoridades atléticas – ¡ayyy!, ese genio siempre presente-, y ahora es eslovena. Me la imagino paseando su porte indómito por las calles empedradas de Liubliana. Yo siempre le quedaré agradecido por haberme lanzado esa mirada, esa mirada que a través de los rayos catódicos de la telefunken de mis padres, hacía que el corazón me palpitara y soñase con emociones en blanco y negro.
¡A por ellas Ottey!