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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

El Suceso Extraño, lo que Vuelve a Dar Pie

Francisco Belmonte / Peter Cock

            Decíamos ayer, entre otras cosas, que Tanio Rocco el ‘Floristero’, llamado por algunos ‘el de la florería’, hablaba mucho.
            Demasiado.
            Muchos de los ojos del Cementerio, y de los oídos, eran los suyos.
            Un hombrecillo que había sido parido entre dos lápidas, de dos tumbas, con dos trabajos de piedra dura, fría y desangelada.
            Y que había mamado de la teta de su madre mirando un crucifijo de yerro, comido de herrumbre, de viejo y de abandonado, clavado frente al que fue el ventanuco de expendeduría de flores en la que su progenitora nació, creció, se relacionó, se reprodujo y murió.
            Ya quitaron el crucifijo.
            Y lo sustituyeron por una placa conmemorativa, señal de progreso estético.
            Y él el ventanuco expendedor, en cuanto heredó el quiosco y con él el negocio tras echar a su hermana a patadas y levantando falso testimonio ante el Obispado.
            Lo primero que hizo. Tirar el ventanuco y ampliar la portada con aluminios reciclados y ventanales de cristal recogidos de los contenedores de desechos de los albañiles. Lo llevaba en la sangre, el curiosear, la avidez de ver y mirar todo aquello que aconteciese, le incumbiese o no, observar, espiar, y no perder detalle del mundo para luego poder chivarse. Porque era un chivato. Un chivato puesto en el Centro, en torno al punto central y neurálgico así como geográfico del Cementerio junto a la oficina durante más de un siglo.
            Sin olvidar la Capilla.
            Vértice del triángulo mágico imaginario.
            La capilla.
            Que da para mucho, muchísimo, lo poquísimo que se puede ver y ser contado.
            Y para muchísimo más, lo oculto, lo que está enterrado.
            Y para bastante, aunque con pautas y acotaciones, lo último, lo que ha poco que ha pasado.
            La otra noche.
            El ruso.
            Los turcos.
            El búlgaro.
            Los griegos.
            Y el tipo raro.
            Con sus cochazos.
            Y sus armas automáticas.
            Dos mil quinientos casquillos.
            Recogidos y contados uno a uno, por toda aquella extraña gente.
            Dos mil quinientos ochenta y uno, exactamente.
            Aquella fatídica noche.
            Ocurrió.
            Se perpetró el intento de asesinato.
            Pero no pudieron con él.
            El hombre pudo escapar.
            El Hombre.
            Luego, al poco, tras haberse marchado los malos en silencio, como humo, esfumados, tras la tormenta provocada y todo el ruido del mundo, llegaron los otros, los que parecían los buenos, con los mismos cochazos y las mismas armas automáticas.
            Tanto los malos como los buenos portaban en sus carnes un dineral en tejidos y diseños. E iban no menos mejor calzados.
            A excepción del tipo raro, en el grupo de los malos, que parecía una visión, un fantasma, una aparición.
            Y otros dos en el de los buenos, que vestían hábitos monacales, sus cráneos relucientes de aceites o sudor con sus acongojados pelos que no habían visto un peine en mucho tiempo, y a los que habían practicado la tonsura.
            El patio principal, el de la Capilla, en el que se dieron estos sucesos, cuenta con ciento dieciséis nichos numerados, repartidos en cuatro arcos de circunferencia, con siete alturas. Los cuales con éstas montan un total de ochocientos doce nichos.
            De éstos, setecientos cincuenta y uno tienen huésped a tiempo completo. El resto de los huecos se encuentra vacío, pero adquirido en vida, en previsión de una más que segura defunción.
            Y todos ellos, los ochocientos doce, tienen lápida.
            Los que ocupados, con el nombre, fecha o fechas, es decir, muerte o nacimiento y muerte, dedicatorias y epitafios, inscritos.
            Los que vacíos, sin nada, con la cruz de latón que iba incluida en el precio y que también  adornaba los llenos.
            Cuatrocientas veintitrés presentaban impacto de bala.
            Algunas de éstas mostraban un agujerito perfectamente redondo, como un taladro. Otras verdaderos boquetes, también circulares, pero no tan perfectos. Y las que más, estaban rajadas, resquebrajadas, partidas por la mitad, fragmentadas en varios pedazos. Es de suponer que hubiesen acabado de ese modo dependiendo del tipo de proyectil que les hubiera impactado y de cómo lo hubiese hecho, si de lleno, de rebote, el ángulo de la trayectoria, etcétera.
            Entonces alguno de los buenos cogió un teléfono portátil.
            Se trataba de uno de los tonsurados.
            Un buen teléfono.
            Y telefoneó a quien fuere, pero alguien importante, por lo que a continuación ocurrió.
            No tardaron ni veinte minutos en llegar los primeros.
            Dos furgones con quince personas, todos hombres.
            De apariencia fornida, organizados, despejados, bien despiertos, como si hubiesen estado aguardando aquella llamada totalmente preparados, vestidos y con la cara lavada. Ni los bomberos en perfecto estado de guardia hubiesen tardado menos ni aparentado mejor disposición.
            Pero éstos no eran bomberos. Ni ningún cuerpo de guardia ni fuerza operativa del estado. Parecían operarios de la construcción. No operarios de la construcción a la usanza patria y autóctona, sino más bien a los que la pantalla grande nos tiene acostumbrados a ver, una perfecta cuadrilla de talochas del otro lado del Atlántico. Como si fuesen marines.
            Los camiones, ingenieros, maquinaria y demás personal vino detrás, no mucho después.
            Cercaron el patio y taparon el asunto, conmigo dentro.
            Colocaron un bonito cartel indicador en los tres accesos cerrados que rezaba:

 

POR MOTIVOS AJENOS A LA SACRAMENTAL
SE RUEGA PRESCINDAN DEL PASO POR ESTE PATIO
ESTAMOS RENOVANDO EL PAVIMENTO NATURAL
SE RESTABLECERÁ LA NORMALIDAD EN VEINTICUATRO HORAS
DISCULPEN LAS MOLESTIAS

            Lavaron.
            Limpiaron.
            Y recogieron.
            Fabricaron.
            Y sustituyeron.
            Y lo enterraron bien hondo, lo ocurrido.
            Como suelen hacer con casi todo.
            Y sí, incluso cambiaron el césped.
            Y, cosa curiosa y extraña en esta nuestra tierra, cumplieron con el plazo fijado por ellos mismos.
Les sobró tiempo, además.
           


Amaneció un nuevo, soleado y hermoso día.
            Y allí nunca pasó nada.
            Porque nadie se percató.
            Ni siquiera Tanio Rocco, el de la florería, el enteradillo, el chismoso, el chivato, el hablador.
            Lo que hubiese dado el individuo por aquella primicia.
            Nadie se percató, ni lo supo jamás.
            Pero yo sí.
            Yo estaba allí.
            No me pregunten por qué.
            Pero estaba.
            Y cuando cercaron el patio, con los que parecían buenos, armados hasta los dientes, haciendo guardia, pensé que el fin de mis días en esta vida había llegado.
            Pero estaba equivocado.
            Pude sortear su cerco. Me escabullí.
            Y salvar el pellejo.
            Todo gracias a F.B. Carretero. Sargento de Brigada. Y a lo que dejó escrito.
            ¿Se acuerdan?
            Amaneció un nuevo día.
            El Sol brillaría de nuevo para casi todos los que estábamos allí.

La rebelión

Imagen: Joan Brossa

 

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